Recogió el trofeo sin haber detenido un balón que fuera entre los tres palos. El único susto fue de Ballack.

Empezó bastante mal, con un pésimo pase a Puyol que arañó Klose. Después se asentó.

Impuso su ley por la fuerza, con agresividad en algún momento, pero logró su propósito.

Inconmensurable como en todo el campeonato. Fue pura raza.

Lidiaba con la peor pareja, Schweinsteiger, y lo anuló.

El más veterano del equipo corrió como un juvenil.

Otro que jugueteó con los alemanes enseñando y escondiendo el balón.

De nuevo se escondió, de nuevo cedió el protagonismo a sus jugadores, de nuevo tuvieron que estirar de él --especialmente Xavi Hernández-- para que participase de la fiesta. Luis Aragonés deja la mejor herencia y, lo que es aún más admirable, una extraordinaria selección y un concepto de fútbol inmejorable. No hay nada mejor para conocer el alcance de este logro que vivir la final entre la gente, en la grada, sea en Viena o en Bilbao, en el Prater vienés o en San Mamés. Porque si estás ahí detectas que esta selección transmite ilusión y alegría. Tiempo habrá de soñar.

Y todo eso ha sido obra de este sabio al que muchos regatearon conocimientos. Ha sido él quien ha insistido en el modelo. Mejor aún, ha sido él quien ha elegido a los hombres y quien, con mano firme pero con guante de seda, es decir, con fortaleza y cariño, los ha hecho campeones. Por una vez ésta es, sí, la selección de Luis Aragonés. Y es campeona.