Hace tiempo que, gracias a un amigo que nos presentó, conozco la capa freática. La verdad, sea de paso, que una vez me tropecé con ella, al abrir la tapa del pozo ciego que recoge las aguas de lluvia del tejado de mi casa. Pero no le di más importancia, ya que, apenas asomaba un poco, con timidez, sobre la tierra del fondo. En el verano, la muy tuna, -sin decir ni tan siquiera un simple adiós-, desapareció, metiéndose en la profundidad de la tierra, y poniéndose a resguardo de los calores del estío.

Pasaron los días, y los meses, no muchos, cuando en diciembre del año fatídico de la Dana, el 2017, después de una gran tormenta que dejó más de 300 litros de agua por metro cuadrado, dijo, con voz fuerte y clara: “ya estoy aquí”. Y sí que nos enteramos aquella vez, y bien, ya que las aguas, que no paraban, inundaron, calles, garajes, casas, campos, y corrieron amenazantes en busca del Mar Menor donde se refugiaron cambiando su coloración por la del marrón oscuro.

Yo fui uno de los afectados, y muchísimos más, que sufrieron en sus bienes los efectos de unas aguas virulentas, que no hacían, nada más que reclamar unos caminos que el hombre había tapado con construcciones en terrenos inundables.

Las aguas, en aquella ocasión, fueron muy generosas conmigo, ya que llegaron hasta los 1.50 metros del nivel del suelo, destrozando todo lo que encontraron a su paso. Y la capa freática, desaparecida, tomó fuerza, y se hinchó, saliendo por la boca del pozo ciego, con fluidez, juntándose con las de la lluvia, sobresaliendo del suelo del garaje en muchos centímetros. ¡Aquello era como un manantial, que no paraba de fluir y que empujaba a borbotones hacia dentro!

La bomba sumergible me ayudó a expulsar aquellas aguas oscuras y pestilentes de mi garaje, bajando de nivel después de estar funcionando varios días sin parar. Pero cuando el nivel del agua llegó a los 25 centímetros, la bomba, dado el barro que arrastraba el agua, se negó a trabajar, y tuve que expulsarla con los cepillos y la cubeta, y mandarla al paro.

La capa freática, viendo mi descontento por su comportamiento, poco a poco se fue retrayendo, huyendo de mí, por temor a represalias, llevándose sus aguas, y dejándome todo el barrizal, que tuve que recoger, cubeta a cubeta, y, que, al secarse, lo tuve que raspar con una cuchilla.

Expulsada la intrusa del garaje, y casi seco el suelo, empezaron a salir unas masas blancas de espuma, sobre las losas, que le daban al garaje un aspecto dantesco, fantasmagórico, una y otra vez, que no desistían de su propósito de molestar. Parecía como si las nubes del cielo se hubieran posado sobre el suelo.

Con el tiempo todo llegó a la normalidad. Hice un agujero de medio metro en el suelo del garaje, y, cual no fue mi sorpresa, que mi amiga, la capa freática, estaba allí, para saludarme, llena de barro, dándome cuenta, de que yo, mi persona, y muchos más seres humanos, vivíamos como en un palafito, sobre el agua, pero sin peces que pescar.