Más de dos millones de mujeres alemanas, sin distinción de edad, desde niñas a ancianas, "fueron sometidas a horribles abusos y a verdaderas orgías de violación" por los soldados del Ejército Rojo en la fase final de la Segunda Guerra Mundial, cuando la caída de Hitler era un hecho. Solo en Berlín, se calculan 10.000. Y muchas de ellas se quitaron la vida. Ser forzadas de forma sistemática y brutal por las tropas rusas, o el temor a serlo, fue uno de los motivos principales de la silenciada "epidemia de suicidios" que recorrió la población alemana en los últimos meses del Tercer Reich. Un tema "tabú" del que ahora descorre velos el historiador alemán Florian Huber (Núremberg, 1967) en el revelador ensayo ‘Prométeme que te pegarás un tiro’ (Ático de los Libros).  

Huber investigó en registros y diarios y recopiló numerosos casos documentados y testimonios de alemanes de a pie, de todas las edades, profesiones y clases sociales, solos o en grupo, familias enteras, que se envenenaron con cianuro, se ahogaron en ríos y lagos, se ahorcaron, cortaron las venas o se dispararon, protagonizando una ola suicida en un país donde quitarse la vida por honor no se contemplaba, como sí ocurre en la cultura japonesa. 

Niños y bebés

Muchos arrastraron a sus hijos consigo. "De los casi 200 muertos anónimos en el cementerio de Demmin, más de un tercio son niños, niñas o bebés", certifica Huber, que da cuenta de numerosos casos más, como el de tres niñas de tres meses, tres y cinco años y un niño de seis semanas, que fueron ahogados en el río Peene, el de la señora Pfeifer, la mujer del sastre de Lossen (Baja Silesia), que "en su desesperación ahorcó a sus tres hijos, de entre ocho y trece años, y luego a sí misma", o "la joven señora Lemke, de Kurzig (Brandeburgo): "Se suicidó con sus dos hijos. Su marido era soldado. Le había dejado su pistola".

El doctor Kurt Lisso, su esposa y su hija, que se suicidaron con veneno.

Una de esas macabras escenas, los cadáveres de dos niñas pequeñas tumbadas de espaldas minutos después de que su madre, vestida de negro, se pegara un tiro en el sótano tras envenenarlas, la captó la fotoperiodista americana Margaret Bourke-White, que en abril de 1945 también tomó otras de las escasas fotos que existen de suicidas, entre ellas la de tres cuerpos en un despacho del Ayuntamiento de Leipzig: el tesorero, su mujer y su hija, una joven estirada en un sofá. Estampas que se repitieron en muchos hogares.   

El suicidio pasó a ser visto como un último recurso antes de la rendición total

Florian Huber

El caos del final de la guerra impide contar con datos exactos, pero Huber calcula que hubo decenas de miles en lo que fue "un fenómeno de masas de proporciones aterradoras". Una importante parte del libro lo dedica al caso excepcional en cuanto a cifras de la localidad de Demmin, donde mientras la mayoría de hombres adultos estaba en el frente, acabó incendiada por los rusos. Allí, entre el 28 de abril y el 3 de mayo de 1945, alrededor de 1.000 de sus 15.000 habitantes se suicidaron, "como si las ganas de morir se hubieran apoderado repentinamente de todo el mundo", siendo un reflejo de lo que ocurrió al mismo tiempo en innumerables ciudades de la Alemania rural.

La propaganda nazi, explica el autor, había inculcado a los alemanes el temor a los saqueos, masacres y violaciones que traerían consigo "las bestias soviéticas" a los territorios que iban conquistando hasta llegar a Berlín, pero lejos de infundirles "un espíritu fanático de resistencia" sumió a los civiles "en un estado de terror irrefrenable", y fundado. En Demmin, reúne numerosos ejemplos: "Soldados que violaron repetidamente a una joven en un campo de espárragos. Una mujer de 64 años que fue violada en plena calle, delante de su hija y su nieto"… "La gente esperaba el caos y la anarquía, el terror, la opresión, la violencia y la humillación. (…) El suicidio pasó a ser visto como un último recurso antes de la rendición total", asegura Huber. 

"En todas partes se habla del cianuro, que parece estar disponible en grandes cantidades. Sin embargo, la cuestión de si hay que usarlo o no ni siquiera se discute", afirmaba un médico

"Fue una expresión extrema del sinsentido y el dolor que la gente sentía ante su mal juicio, la derrota, la humillación, la pérdida, la vergüenza, el sufrimiento personal y las violaciones". "No ven ninguna otra salida", explicaba a primeros de marzo de 1945 el padre Gerhard Jacobi al corresponsal danés en Berlín Jacob Kronika, quien escuchó su sermón en contra de la autoinmolación. Fue el cura quien le habló de una "epidemia de suicidios" y le contó que sus feligreses le confesaban que habían adquirido ampollas de cianuro.

El cuerpo del dirigente nazi Hermann Göring, tras suicidarse con una píldora de cianuro en su celda, durante los juicios de Núremberg.

"En todas partes se habla del cianuro, que parece estar disponible en grandes cantidades. Sin embargo, la cuestión de si hay que usarlo o no ni siquiera se discute. Solo se negocia la cantidad necesaria, de forma ligera y despreocupada, como quien habla de la comida", se manifestaba el doctor Hans von Lehndorff. En sus diarios, Kronika, que admite que también se procuró la dosis necesaria por si "las cosas se volvían insoportables", escribió que desde 1944 "el envenenamiento era tema de conversación habitual en Berlín", donde un informe registró una alta demanda de cianuro. 

Huber no ha hallado mimetismo en querer seguir el mismo final elegido por su líder, Adolf Hitler, quien el 30 de abril de 1945 se descerrajó un tiro en el búnker de la Cancillería de Berlín junto a su amante Eva Braun, que mordió a su vez una cápsula de veneno. "Yo mismo y mi esposa, para escapar de la desgracia de ser depuestos o capitular, elegimos la muerte", manifestó el propio Führer, dando órdenes de quemar de inmediato sus cadáveres y, como especula Huber, probablemente con la imagen en mente de su homólogo Mussolini y su amante, ejecutados y colgados por las masas dos días antes en Milán.  

Suicidios de la cúpula nazi

Además de muchos generales y oficiales, incapaces de soportar la derrota y temerosos del castigo por los crímenes cometidos, poderosos miembros de la cúpula nazi emularon a Hitler: los más destacados, su confidente Martin Bormann, el Reichsführer-SS Heinrich Himmler (tras ser detenido por los aliados en mayo), Hermann Göring, ya preso en su celda durante los juicios de Nuremberg en 1946, o, también en el búnker, el ministro de Propaganda Joseph Goebbels, junto a su mujer, Magda, y sus seis hijos. 

Ella dejó una nota: "Nuestra maravillosa idea está pereciendo, y con ella todo lo bello, admirable, noble y bueno que he conocido en mi vida. No vale la pena vivir en el mundo que viene después del Führer y el nacionalsocialismo, y por eso me he llevado a los niños conmigo". Palabras que muestran otro de los desencadenantes del suicidio de aquellos nazis convencidos y comprometidos, que veían "desesperados y desorientados" derrumbarse todo un sistema de valores en el que habían creído con fe ciega, viviendo durante 12 años en "un estado de embriaguez permanente" basado en el "orgullo de ser especiales, la euforia del éxito, la arrogancia del poder". En ese momento surgió, apunta Huber, "la culpa por haber participado, la vergüenza por haber mirado hacia otro lado, el odio a los demás y a sí mismos, el miedo a la venganza y a la violencia, la desesperación al sentirse vacíos".

Vista general de la ciudad bávara de Núremberg en 1945, tras el cese de la resistencia organizada.

La muerte de Hitler fue sorprendentemente recibida con "gran indiferencia. Solo unos pocos de sus muchos millones de seguidores hicieron algo más que encogerse de hombros". Cuando le llegó su hora, las masas lo habían abandonado. Descolgaron tranquilamente los retratos del Führer de las paredes y los enterraron en el jardín". Como escribe en su diario en mayo de 1945 la joven Lore Walb, que lo había elevado a la categoría de "ultrapadre": "Hitler ha muerto. Pero durante el resto de nuestras vidas, nosotros y los que vengan después deberemos soportar la carga que nos ha infligido. Esto es, pues, lo que ha resultado de su gobierno".