Con la muerte de Isabel II, la reina más longeva de la historia del Reino Unido, el país pierde al gran icono de su monarquía, una figura que desafió al tiempo y también a los escándalos que no han dejado de asediar a su familia.

Su vida se apagó finalmente a los 96 años, poco más de un año después de la muerte de su marido, el duque de Edimburgo, a quien ella apreciaba como su "roca". El mismo calificativo usó precisamente en 2016 el entonces primer ministro, David Cameron, para referirse a la soberana en el día que cumplía 90 años. Como tal, firme y sin salirse del guion, impasible ante los avatares de la historia, Isabel II atravesó en sus 70 años de reinado guerras y dificultades, alegrías y crisis, hasta apearse con el mundo asomado al final de una pandemia histórica y su país desgajado de la Unión Europea.

Más allá de su relevancia histórica, su dimensión como reina ha traspasado las fronteras de su país, y no solo como cabeza visible de la Commonwealth, sino como un símbolo monárquico global.

Isabel de Windsor se convirtió en heredera por sorpresa, tras un escándalo sucesorio. La abdicación en 1936 de su tío Eduardo VIII para casarse con una plebeya llevó al trono a su padre, Jorge VI, y la convirtió a ella en princesa. Tenía solo 10 años y, como heredera, vivió la Segunda Guerra Mundial. La muerte prematura del rey a los 56 años por un cáncer de pulmón acortó los plazos. En 1952, con 25 años, la corona era suya, aunque la fiesta de su coronación no se celebró hasta 1953. Antes, en 1947, había contraído matrimonio con el príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca.

En el trono se estrenó con Winston Churchill como primer ministro para decir adiós solo unos días después de la llegada de Liz Truss a Downing Street. Entre uno y otra se han sucedido casi tres cuartos de siglo, un periodo en el que su país ha vivido los últimos episodios de descolonización, guerras como la de las Malvinas y las de Irak de la mano de su aliado Estados Unidos, el terrorismo del IRA y las facciones unionistas en Irlanda del Norte y la posterior pacificación del conflicto, o el episodio de desamor con la Unión Europea, una relación iniciada en 1973 que sentenció el referéndum del Brexit de 2016.

Impertérrita en su papel institucional, Isabel II se labró una imagen de firmeza y serenidad frente a los acontecimientos, refugiada casi siempre en un silencio implacable, que ha mantenido hasta el final, sin conceder entrevistas jamás. La reina extendió esa reserva a su esfera privada, de la que se conoce muy poco, al margen de su pasión por los caballos y el campo.

Con el mismo estoicismo y sus vistosos vestidos con sombreros a juego, encaró siempre los problemas que le tocaron más de cerca, los que afectaron a su familia, al menos en su austero perfil público. En contraste con su impávida figura, las últimas décadas han sido pródigas en escándalos en la monarquía británica, siempre objeto de escrutinio, también más allá del ámbito de la prensa del corazón.

El príncipe Carlos como problema

Su hijo Carlos de Inglaterra, heredero de la corona, ocupó la mayor parte de sus preocupaciones, sobre todo a raíz de su boda con Diana Spencer. Lo que nació como una historia romántica para el papel couché, con la emergencia de una estrella mediática que parecía destinada a renovar la imagen de la monarquía, se transformó en una pesadilla de la que todavía se escribe hoy.

El matrimonio se separó en 1992, once años después del enlace, entre rumores de infidelidades del hijo de Isabel II. Cuatro años después, en 1996, la pareja se divorció oficialmente. Entonces, Carlos ya había admitido su relación extramatrimonial con Camilla Parker Bowles, a quién conocía de años atrás. El escándalo del 'tampongate', una conversación telefónica subida de tono entre los amantes que trascendió públicamente en 1993, echó más leña al fuego. La nueva pareja, en todo caso, se consolidó de manera inmediata, aunque no pasó por el altar hasta 2005. Pero mientras el heredero rehacía su vida, la monarquía británica sufrió otro golpe demoledor con la muerte de Lady Di, solo un año después del divorcio con Carlos, en un accidente de tráfico en París en el que también falleció su pareja, el empresario británico-egipcio Dodi Al-Fayed.

Pero los disgustos familiares para Isabel II no se quedaron ahí. Los escándalos protagonizados en la misma época por su hijo Andrés y su mujer, Sarah Ferguson, se convirtieron también en carne de tabloide con un resultado similar: separación en 1992 y divorcio en 1996. Vinculado en diversas informaciones con firmas 'offshore', el hermano de Carlos se enfrentó también en el marco del caso Jeffrey Epstein a la acusación de una mujer que declaró que cuando tenía 17 años el príncipe abusó de ella.

En 1992, el auténtico 'annus horribilis' de la monarca, también se divorció su hija Ana y un incendio muy grave dañó parte del castillo de Windsor. Entonces y hasta su final, solo la figura de Isabel II, inquebrantable, sostuvo a la monarquía británica de los embates.

En los últimos años, nuevos nubarrones sobrevolaron el palacio de Buckingham con las informaciones sobre una presunta vinculación de la propia Isabel II y de su hijo Carlos con operaciones de fondos 'offshore'.

La muerte de Felipe de Edimburgo

Pero el último escándalo mediático tuvo que ver con su nieto Enrique. El hermano de Guillermo, duque de Sussex, casado en 2018 con la actriz estadounidense Meghan Markle, anunció en 2020 la decisión de desvincularse de sus compromisos institucionales para ser junto a su pareja "independientes económicamente". La decisión debilitaba de nuevo la imagen de la monarquía, pero fue un recado en la entrevista concedida a la periodista Oprah Winfrey en Estados Unidos en 2021 el que propagó el último incendio. Markle, según su versión, detectó racismo en la familia real. El príncipe, por su parte, llegó a expresar su "decepción" con el comportamiento de su propio padre. El calibre de la acusación puso a Buckingham en la picota y obligó a la soberana a una emitir una nota en la que la institución prometía abordar el asunto "en privado".

Pero incluso así, y a través de la pandemia de la Covid que ha mantenido al mundo en vilo, la reina sorteó las dificultades. También tras el penúltimo golpe que le reservaba la vida: la muerte el pasado el pasado año de su marido, el duque de Edimburgo. La pérdida de su gran apoyo, un monarca a la vez irreverente y discreto, siempre a su sombra, no impidió a Isabel II mantener su pulso contra el paso del tiempo. Hasta hoy.