Un tribunal birmano ha condenado a tres años de cárcel a la lideresa depuesta, Aung San Suu Kyi, en el último capítulo del culebrón judicial que busca su demolición personal y destierro de la política. La sentencia agrava las anteriores añadiendo trabajos forzosos, que no concreta, pero que subrayan la deriva revanchista de la Junta militar contra su némesis. La Nobel de la Paz había sido condenada a trabajos forzosos en el lejano 2009 y la pena le fue conmutada cuando el país emprendió las reformas democráticas.

El fraude electoral ocupa el núcleo en la miríada de cargos contra Suu Kyi. El regreso de Birmania en febrero pasado a su normalidad dictatorial se había gestado en la indigestión de los resultados de las elecciones de noviembre. La Liga Nacional por la Democracia (LND), liderada por Suu Kyi, avasalló con el 83% de los votos. Al Partido por el Desarrollo y la Unión Solidaria, apadrinados por los militares, le quedaron apenas 33 de los 476 asientos parlamentarios.

Fue un sopapo al ego del jefe militar, Min Aung Hlaing, quien buscaba la vía tailandesa: enterrar el golpismo bajo los votos de las urnas. Siguieron denuncias de pucherazo, exigencias de nuevos comicios limpios y, finalmente, la asonada que subrayó la fragilidad de una transición democrática. La LND ha negado con ahínco las acusaciones de fraude y los expertos internacionales no vieron más que los pequeños, inocuos y comprensibles desajustes contables de un país en vías de desarrollo.

Penas de un total de 20 años

También ha negado Suu Kyi todos los cargos por los que está siendo juzgada en el maratón procesal secreto, primero desde el arresto domiciliario y ahora en una prisión de Napidaw. Las penas suman ya una veintena de años y no se descarta que la suma con las futuras alcance el siglo. La presidenta de facto hasta la asonada ha sido condenada por violar la ley de importaciones debido a los walkie-talkies que utilizaban sus guardaespaldas. La condena por violar la ley de gestión de desastres naturales, por la que le cayeron otros dos años, no fue menos inverosímil: durante la campaña electoral del pasado año había saludado con mascarilla el desfile de sus seguidores por las calles de Rangún.

Suu Kyi ya había sido condenada en diciembre a cuatro años por incitar a la violencia, aunque la pena fue recortada horas después a la mitad por el Gobierno golpista. En el horizonte espera la recepción ilegal de lingotes de oro y de medio millón de euros o el incumplimiento de una mohosa acta colonial de secretos de Estado, por hacer la lista corta. Sus defensores hablan de motivaciones políticas y las organizaciones de derechos humanos consignan los atropellos procesales.

La Junta recupera las ejecuciones

La Junta militar puso fin recientemente a más de tres décadas sin pena de muerte al ejecutar a cuatro activistas. Entre ellos figuraba Kyaw Min Yu, un antiguo líder de las protestas estudiantiles de 1988 contra el anterior gobierno militar, y Phyo Zeya Thaw, padre del rap y del hiphop birmanos. Las organizaciones de derechos humanos temen que llegue el frenesí al cadalso tras un paréntesis de tres décadas. La Asociación para la Asistencia de Prisioneros Políticos calculaba dos meses atrás que 76 detenidos habían sido condenados a muerte, dos niños entre ellos, y otros 46 habían sido sentenciados en ausencia. Ni siquiera el régimen militar que gobernó con mano de hierro entre 1988 y 2011 ejecutó a prisioneros políticos. Amnistía Internacional ha señalado las “arbitrarias” sentencias como el epítome de las brutales violaciones de derechos humanos de la Junta.