En Pekín ha desembarcado el coronavirus tras dos años sin angustias consignables. Los pequineses habían escuchado como un eco lejano los encierros y testeos masivos en otros puntos de la geografía china y ahora concentran el grueso de los positivos del país. Serían magnitudes irrelevantes en otra parte del mundo, apenas 43 casos en una semana tras los nueve de hoy, pero son intolerables en la ciudad que se engalana para prender el pebetero olímpico en menos de dos semanas.

Es una situación “compleja y seria”, ha aclarado esta mañana el portavoz municipal. La inminencia del evento y la acrisolada política de tolerancia cero explican unas medidas estrictas incluso para los parámetros chinos. Los dos millones de habitantes de Fengtai, un distrito obrero del cinturón meridional de la ciudad, fueron analizados durante el domingo en el millar de puestos levantados en sus calles. Mañana habrán pasado ya por su segunda ronda de tests y la casuística sugiere que no será la última.

Los controles se han extendido a barrios más pudientes como Chaoyang, el núcleo de finanzas y ocio, o Dongcheng, el viejo casco histórico. Muchos vecinos esperaban hoy en la calle durante el gélido invierno pequinés al trámite de la PCR sin que hayan trascendido contagios en sus zonas. “El guardia de seguridad de nuestro complejo residencial llamó a la puerta cuando eran más de las 10 de la noche para informarnos de que hoy teníamos que hacernos el test sin falta. A mediodía había una cola enorme pero el proceso es eficiente, en 40 minutos ya habíamos acabado”, revela una arquitecta española que reside en el norte de Sanlitun, el barrio con mayor concentración de extranjeros.

Rastreo exhaustivo

La estrategia busca que ningún contagio quede fuera del radar. Cualquiera que haya comprado en una farmacia durante las dos últimas semanas medicinas contra la fiebre, la tos o la irritación de garganta está obligado a someterse al test o se arriesgará a perder el código de salud verde de su teléfono móvil que se requiere para viajar o entrar en instalaciones públicas.

Los generalizados pagos a través del teléfono que dejan un rastro inequívoco imposibilitan el engaño. También se ha recomendado a los pequineses que no salgan de la ciudad si no es imprescindible, se han clausurado instalaciones tan icónicas como el Templo del Lama e informado de que los colegios seguirán cerrados tras las inminentes vacaciones de Año Nuevo chino.

El brote pequinés es una cruel paradoja cuando China quería mostrar que se pueden gestionar unos Juegos Olímpicos con razonable normalidad en tiempos de pandemia. La semana pasada, cuando el coronavirus irumpió en la ciudad, renunció a la venta de entradas al público e informó de que sólo los grupos invitados por las autoridades podrán sentarse en las gradas tras pasar escrupulosos controles. La medida enfatizó los peligros de ómicron, menos dañina pero más contagiosa que sus predecesores. Las autoridades médicas revelaban en la prensa local que el personal encargado de trazar los contagios apenas duerme tres o cuatro horas estos días para lograr un objetivo que parece hoy quimérico: preservar la atmósfera festiva durante los Juegos y embridar los contagios.

Xian levanta el confinamiento

La inquietud en la capital contrasta con el recuperado sosiego en otras ciudades que habían recibido la visita del coronavirus. En Xian, la capital de la provincia septentrional de Shaanxi, ha concluido hoy el encierro después de un mes. El estricto confinamiento de sus 13 millones de habitantes mostró que, dos años después del cerrojazo de Wuhan, China seguía fiel al recetario. También se ha sofocado el brote de Tianjin, la ciudad portuaria al este de Pekín. Las alarmas siguen sólo suenan en Pekín, que ya ha exportado sus contagios a provincias como Shandong, Shanxi, Liaoning o Hebei.