"Vengo de lejos, casi tocando la Antártica". Esa lejanía de los centros de poder le dio a Gabriel Boric la ventaja de lo desconocido y subestimado. Nació en Punta Arenas, el extremo austral chileno, a unos 3.000 kilómetros al sur de Santiago, el 11 de febrero de 1986, nada menos que el año más duro de la confrontación con la dictadura del general Augusto Pinochet. Es, por lo tanto, un producto de la transición y de una época de rupturas. El primer presidente millennial, combativo e ilustrado. Puede glosar a los poetas Nicanor Parra y Vicente Huidobro o tomarse desde el escenario un selfi con la multitud a sus espaldas, la noche de su consagración electoral.

De madre nacida en Badalona y casado con la militante feminista Irina Karamanos, Boric nació en un hogar donde predominaba el ideario de la Democracia Cristina. Le tocó, como a muchos, poner en escena una constante de Chile después de los primeros 20 años de transición democrática: el conflicto generacional. Los hijos reclamaron a los padres no solo qué habían hecho durante los años de plomo. El reproche también se relacionó con los límites que se había autoimpuesto la Concertación para gobernar un país cuya matriz había sido forjada con código de hierro por el pinochetismo. Los jóvenes como Boric no habían vivido la dictadura y por eso se irritaban con los "autocomplacientes" y "flagelantes", como se llamaba a los sectores en el Gobierno que justificaban la moderación en aras del crecimiento económico. Los jóvenes quisieron imprimirle a la política otra velocidad. Boric se educó políticamente en las protestas estudiantiles que enfrentó primero Michelle Bachelet - la llamada "revolución pingüina"-, y las posteriores movilizaciones del sector que pusieron en 2011 contra las cuerdas al primer Gobierno de Sebastián Piñera.

Pero fue en 2012 cuando alcanzó visibilidad al ganarle la conducción de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECh) a la comunista Camila Vallejo, uno de los principales rostros de la protesta. No sería la primera vez que derrotaría a ese partido: de hecho, venció en las primarias de julio pasado contra el favorito Daniel Jadue y se quedó con el liderazgo de la izquierda.

El Congreso y la calle

Había entrado a la Cámara de Diputados en 2014 como parte de la oposición desde la izquierda al segundo Gobierno de Bachelet que se nucleaba en el Frente Amplio. Algunos integrantes de ese espacio heterogéneo, entre ellos el propio Boric, supieron entonces ver con simpatía los inicios de Podemos en España. Lo consideraban una alternativa al bipartidismo.

El estallido social de noviembre de 2019 supuso un quiebre histórico en Chile. La elite gobernante y los partidos tradicionales perdieron legitimidad. En las calles irrumpió un nuevo sujeto político que ya no tenía apego con el pasado institucional. Boric, como muchos dirigentes de su edad, observó con simpatía la insurrección. A diferencia de muchos compañeros de ruta, consideró que el malestar debía ser canalizado institucionalmente y, por eso, contra la opinión dominante de la izquierda, apostó a favor de una Asamblea Constituyente que pudiera cambiarle el rostro a un país desigual y cansado. El tiempo le dio la razón y le permitió construir su candidatura cuando pocos creían en sus posibilidades.

El tropezón en la primera vuelta le ha obligado a moderar su programa. Boric supo entender la encrucijada histórica. Ante todo, no podía ganar la ultraderecha. Recibió por eso el apoyo de los líderes de la Concertación. A su modo, en ese gesto, los “padres” entendieron que no había otra alternativa que la de seguir a sus hijos. "Me siento heredero de una larga trayectoria histórica, los que buscaron la justicia y la protección de las libertades, está es mi familia grande que quiero ver otra vez reunida", dijo.

Aire fresco

Con Boric, Chile vuelve a ser otra vez un laboratorio de la izquierda latinoamericana. No es una versión siglo XXI de la Unidad Popular, de Salvador Allende. Si bien no reniega de las grandes nombres del pasado, se diferencia de manera pronunciada en varios aspectos programáticos: la cuestión ambiental, el feminismo y, en especial, el tema de las libertades, la diversidad y los derechos humanos. Se siente mucho por momentos más cerca de Greta Thunberg de aquellos que todavía tienen anclada su mirada en los años sesenta. Por eso ha criticado la represión en Cuba, Nicaragua y Venezuela. No en vano dijo este domingo: "basta de despotismo ilustrado, de los que creen que se puede hacer un gobierno para el pueblo, pero sin el pueblo".