El pasado 26 de febrero Estados Unidos seguía sumido en una aparente normalidad. Hacía poco más de un mes que se había confirmado el primer caso de covid-19 en el país, diagnosticado a un hombre de 35 años que acababa de regresar de Wuhan. El enésimo debate de las primarias demócratas acaparó aquel día las portadas, relegando a un segundo plano la que era hasta entonces una de las advertencias más serias de las autoridades sanitarias. "Esto puede pornerse mal", dijo uno de sus responsables.

Esa misma tarde Donald Trump compareció ante los medios para desdecir a sus científicos. "No tenemos más que 15 casos y en un par de días serán ser prácticamente cero", barruntó el presidente. No mintió al cifrar el número de casos confirmados. Lo que no dijo es que hasta entonces su país había hecho menos de 500 pruebas de diagnóstico, según Associated Press.

En el mes transcurrido desde aquellas declaraciones, EE UU ha pasado a ser el epicentro de la pandemia de coronavirus. Ha rebasado a China e Italia en el número de casos y el viernes superaba los 94.000 contagios y el millar de fallecidos. Su cifra de contagios se dobla cada dos o tres días. Casi la mitad están concentrados en el estado de Nueva York, pero el mapa sigue ensanchándose de forma desigual.

Las grandes urbes

Estados como Nebraska o las Dakotas tienen menos de 100 casos, frente a los 4.000 de California o los 3.200 de Washington, cuna de los primeros positivos. Las grandes urbes son el principal foco del virus. Nueva York y Seattle se llevan la palma, pero también se está abriendo camino en Chicago, Detroit, Houston y Nueva Orleans, donde muchos se arrepienten ahora de haber festejado el Mardi Gras a finales de febrero sin ningún tipo de restricciones.

Sin una sanidad universal ni baja por enfermedad para todos sus trabajadores, EEUU partía con desventaja a la hora de afrontar la epidemia, pero varias medidas políticas adoptadas sobre la marcha se encargaron de garantizar temporalmente esos derechos. Los problemas han sido otros. Desde la persistente tendencia de la Casa Blanca a ignorar las advertencias, minimizar el problema y retrasar la adopción de medidas a la falta de preparación de los hospitales para anticipar lo que se les venía encima. Estados como Nueva York o Luisiana han advertido que sus sistemas sanitarios están al borde del colapso.

"No tenemos respiradores ni tenemos camas", decía esta semana un médico neoyorkino a la CNN. "Es increíble pensar que esto esté pasando en Nueva York. Es un escenario más propio del tercer mundo. En el hospital Mount Sinai, uno de los más prestigiosos del planeta, sus enfermeras han tenido que reconvertir bolsas de basura en batas para protegerse del contacto físico. Y no es un caso aislado.

Una encuesta reciente a más de 200 alcaldes del país sostiene que el 85% de las ciudades no tienen suficientes pruebas de diagnóstico, respiradores o mascarillas. "Esta crisis mortífera continuará a menos que el Gobierno federal adopte todas las medidas a su alcance para proteger al personal sanitario y las fuerzas del orden", dijo el viernes la Conferencia de Alcaldes.

Palos de ciego

Los palos de ciego han abundado desde el principio. Todavía en febrero, las autoridades sanitarias rechazaron las pruebas de diagnóstico que les ofreció la Organización Mundial de la Salud. El Centro para la Prevención de las Enfermedades (CDC) se empeñó en desarrollar sus propios kits, pero cuando los puso en circulación no funcionaron. Mientras Corea del Sur hacía 20.000 diagnósticos al día, EE UU no pasaba de la docena.

Algo parecido sucedió con los respiradores o las mascarillas. Hace casi dos semanas Trump invocó una ley de los tiempos de guerra para reconvertir la producción de algunas empresas privadas, pero no se ha atrevido a utilizarla, esgrimiendo que muchas se habían ofrecido voluntariamente. Una de ellas era General Motors, que anunció un plan para fabricar 80.000 respiradores, un plan que se vino abajo el viernes después de que la Casa Blanca considerara que el precio (unos 1.000 millones de dólares) era excesivo.

Durante toda esta crisis el Gobierno central ha ejercido de comparsa, mientras cada estado adoptaba sus propias medidas. Los colegios han cerrado y también muchos negocios no indispensables, pero solo la mitad de la población ha recibido órdenes de confinamiento. El pasado fin de semana las playas de Florida estaban hasta la bandera, se cantaba al Altísimo en muchas iglesias y grupos de excursionistas se pisaban los talones en algunos parques nacionales. "Si yo estuviera al mando decretaría la cuarentena nacional, pero también es cierto que otros países que lo han hecho no han tenido mejores resultados", afirma a este diario Peter Pitts, presidente del Center for Medicine in the Public Interest.

La buena noticia es que la tasa de mortalidad del virus en EE UU está bastante por debajo del 4.4% de la media global. La mala es que Trump pretende reabrir la economía el próximo 12 de abril para evitar su anticipado descalabro. El Congreso ha aprobado este el viernes el rescate de 2.2 billones de dólares y Trump ya ha estampado su firma presidencial. Esa perspectiva aterra a los científicos, que temen que ese mismo Domingo de Resurrección se convierta en el domingo del relanzamiento de la plaga. Y es que por más que le pese a Trump, la curva de contagios está todavía lejos de aplanarse.