Es la una de la tarde. Jueves 23 de enero. Y el centenar de senadores que estoicamente ejercen de jurado en el juicio contra Donald Trump toman posiciones junto a sus pupitres de madera, de una austeridad monacal: lápiz del número 2, libreta de notas, archivador y vaso de agua helada. El capellán Barry Black inicia la oración pidiéndoles civismo y «atención empática». «No permitan que la fatiga acumulada ponga en peligro las amistades forjadas durante tantos años», les dice solemnemente el primer sacerdote negro en la historia del Senado. El jefe de abogados de la defensa, Pat Cipollone, se santigua religiosamente. Y, a viva voz, la Cámara recita el juramento a la bandera. «Senadores, siéntense por favor», les conmina el presidente del tribunal, John Roberts. Durante las próximas nueve horas tendrán que guardar silencio «so pena de prisión», como les recuerda el Sargento de Armas.

Ese es el ritual con el que se abre cada mañana el juicio contra el presidente, que ayer cerró su primera semana de sesiones. Los estadounidenses no están prestando demasiada atención. Ya sea por el horario, el hartazgo con la polarización política o la prolija letra pequeña de un caso plagado de nombres extranjeros asociados a un país que pocos sabrían situar en el mapa, Ucrania. La apertura del juicio tuvo el martes una audiencia de 11 millones, una cifra que se desplomó casi un 20% el segundo día, según el barómetro de Nielsen.

Quienes no tienen escapatoria son los senadores, sometidos a unas reglas tan estrictas que han convertido para muchos de ellos el juicio en un suplicio. No pueden entrar al hemiciclo con teléfonos móviles ni dispositivos electrónicos. Tampoco pueden comer ni tomar café; solo el agua y la leche están permitidas. Hablar entre ellos les puede mandar a la cárcel y hasta se han prohibido los crucigramas. «Es como estar en la primera fila de la clase o el primer banco de la iglesia», resumía la republicana Lisa Murkowski. «Aguantamos como podemos».

Pero ya se sabe que en toda clase hay niños revoltosos y el Senado no es una excepción, por más que algunos sean octogenarios. Al conservador John Corbyn se le ha visto jugueteando con su smartwatch; Rand Paul ha hecho crucigramas y bocetos del Capitolio; y Jim Inhofe ha calmado su ansiedad dándole vueltas al spinner que repartió uno de sus correligionarios a toda la bancada republicana. Entre los demócratas, Dianne Feinstein toma muchas notas; Elisabeth Warren bebe leche y Bernie Sanders parece tener la cabeza en otra parte. Para los candidatos demócratas a la presidencia el juicio es un engorro porque les impide hacer campaña. De lunes a sábado tienen que quedarse en Washington.