La invasión de Polonia por Alemania, iniciada el 1 de septiembre de 1939, desencadenó la hecatombe de la segunda guerra mundial: al menos 50 millones de muertos, Europa devastada y Japón en ruinas. ¿Por qué fue inevitable la carnicería? ¿Por qué el pueblo alemán confió su futuro a Adolf Hitler? ¿Por qué Benito Mussolini pudo llevar el fascismo al poder? ¿Por qué las democracias liberales fueron incapaces de evitar el Armagedón? ¿Qué enseñanzas cabe extraer del desastre? ¿Hemos aprendido algo? ¿Olvidamos la lección?

Más allá del aserto de Louis Althusser, que comparó la historia con una obra de teatro en la que los hombres son los actores pero no los autores, cabe considerar como acertada la conclusión según la cual las condiciones impuestas a Alemania por el Tratado de Versalles (1919) al final de la primera guerra mundial fueron la primera piedra en el proceso de 20 años que llevó a la segunda. Lo fueron asimismo la reclamación italiana para disponer de un imperio colonial propio, el nacionalismo expansivo japonés, los errores del Reino Unido y Francia y también el desentendimiento estadounidense de los asuntos europeos. Y, en general, lo fue el dinamismo de la izquierda, espoleada por el triunfo de la Revolución de Octubre y la alarma de la burguesía ante los cambios sociales que se vislumbraban.

EL DIAGNÓSTICO DE ZWEIG / Al sentirse humillada una parte de la opinión pública alemana por los términos de Versalles, cobró todo su sentido el diagnóstico del escritor judío austriaco Stefan Zweig en El mundo de ayer: «Para el pueblo alemán, el orden ha sido siempre más importante que la libertad». Que debe completarse con el análisis del historiador británico Eric Hobsbawm: sin la llegada al poder del nazismo a principios de 1933, «el fascismo no se habría convertido en un movimiento general». Dicho de otra forma, la agresividad italiana fue indisociable de la llegada al poder de Hitler; el triunfo de este fue inseparable de la búsqueda por «las capas medias y medias bajas» -otra vez Hobsbawm- de una opción política que prometiera recuperar lo perdido tras 1918 a causa de la fractura social, la inestabilidad política, la hiperinflación, la crisis económica de 1929 y las gravosas reparaciones de guerra.

Según escribió Arnold J. Toynbee en La Europa de Hitler, «el triunfo del nacionalismo económico hizo fracasar la cooperación internacional en estos años y contribuyó a la aparición de una serie de modelos económicos para superar las crisis que condujeron al agravamiento de las tensiones mundiales».

Lo cierto es que frente a las consecuencias de un nacionalismo económico exacerbado, completado en Alemania con la expansión territorial y la doctrina del espacio vital (lebensraum), la prédica de la superioridad aria y el antisemitismo vesánico, las democracias liberales claudicaron o buscaron sin acierto coexistir con los totalitarismos de derechas y, de paso, desviar la presión alemana hacia la Unión Soviética de Stalin.

El error de cálculo, cometido singularmente por el primer ministro británico Neville Chamberain y el secretario del Foreign Office, el vizconde Halifax, ideólogo de la política de apaciguamiento de Hitler, fue desastroso, equiparable a las dudas de Francia y a la impericia de sus generales, empeñados en levantar, para desespero de Charles de Gaulle, una barrera defensiva -la línea Maginot- anticuada e ineficaz. Todo cuanto hicieron los gobiernos de Londres y París, incluido su papel en la guerra civil española, envalentonó a Hitler y Mussolini y contribuyó a precipitar los acontecimientos. Hicieron el resto un nacionalismo sin cortapisas, la primacía «del instinto y la voluntad» -Hobsbawm de nuevo- y la exaltación mitológica del pasado.

EL TABLERO DE HOY / ¿Qué sucede hoy? ¿Qué circuitos alimentan el crecimiento de los neototalitarismos? ¿A quién atraen? Ochenta años después del primer día de la Blitzkrieg (guerra relámpago) son enormes las diferencias entre entonces y ahora, pero en la estela del neofascismo -la voz de Matteo Salvini-, de los movimientos neonazis, del utraconservadurismo húngaro, de la extrema derecha española, de un sinfín de propuestas de corte nacionalista y populista, es posible hallar señas de identidad que remiten al pasado. El politólogo francés Sami Naïr da algunas pistas: una reacción primaria frente a la gobernanza supranacional, los efectos sociales de la globalización neoliberal, el intento de construir instituciones europeas posnacionales y el propósito de «poner en jaque la actual construcción europea en nombre de la soberanía nacional». No está de más añadir la aparición de un líder mundial en sintonía con todo ello: Donald Trump.

POLÍTICA DE ESTÓMAGO / El éxito electoral de este programa genérico ha sido posible al coincidir en el tiempo el coste humano de la salida de la crisis de 2007-2008, la quiebra del pacto social promovido por democristianos y socialdemócratas al final de la segunda guerra mundial y el aumento de los flujos migratorios con destino a Europa y a EEUU, presentados por los ideólogos de la extrema derecha como competencia desleal ante unas clases medias urbanas empobrecidas. De ahí a la proliferación de mensajes islamófobos solo medió un paso, facilitado por el terrorismo yihadista.

Si la digresión teórica nunca fue el punto fuerte del fascismo y del nazismo, tampoco lo es ahora de los nuevos movimientos ultra, pero la remisión a la política de las emociones es suficiente para atraer a una parte de sociedades defraudadas. La pensadora judía húngara Agnes Heller, cuyo padre murió en Auschwitz, sostuvo en uno de sus últimos ensayos que Viktor Orbán, primer ministro de su país, no tiene ninguna convicción firme, «solo le interesa acrecentar el poder».

Ese desinterés por las etiquetas ideológicas libera a la extrema derecha europea de definirse en público y facilita la pesca de votos en los caladeros de la izquierda sin más apelaciones que un recurso genérico al nacionalismo económico, al combate contra las miserias heredadas, parecido a aquel que fue tan útil a Hitler y Mussolini. Nada es igual al pasado, pero hay músicas de fondo con estribillos parecidos.