Apenas nos llega el ruido del dolor, nada que ver con los focos que fijan la vista en conflictos como Siria, Irak o la crisis de Venezuela. Incluso Yemen, un país tradicionalmente en el olvido, es capaz de generar más atención que el Sahel, un mundo en la trastienda de Europa que esconde más de cinco millones de personas en estado crítico. Desplazados y refugiados permanecen en la sombra, víctimas de los factores que hoy en día provocan el mayor desplazamiento forzado de población: la violencia, la pobreza extrema y las consecuencias del cambio climático.

La inestabilidad en esta zona del mundo no es nueva. Los países que conforman el G-5 de la miseria -Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania y Níger- no suenan en la agenda global, pero ocupan desde hace décadas los lugares más bajos de la pobreza mundial. Una realidad tan lejos de la nuestra que desaparecen de la preocupación inmediata, condenados a un olvido que los hace aún más vulnerables. La línea que divide África por el desierto es un territorio hostil, un cruce de caminos que concentra a millones de víctimas de todas las causas que dibujan el mapa del sufrimiento humano.

Camino hacia la Europa próspera, hay cientos de miles de refugiados devueltos después de intentar cruzar el Mediterráneo o de haber estado esclavizados en países como Libia, que han regresado a la trastienda donde permanecen en muchos casos en manos de nuevas guerrillas y grupos violentos que han ido ocupando el vacío de estados tan frágiles que, en esta región, su presencia es imperceptible. Otros vienen de guerras vecinas en Sudán del Sur o la República Centroafricana y permanecen sin mucha perspectiva de retorno. Solo en Níger hay medio millón de refugiados. Uno de los países más pobres del mundo alberga la mitad de todos los que en Europa se han considerado una avalancha.

A unos y otros se suman los autóctonos. Algunos, víctimas de las consecuencias del calentamiento global y la sequía; otros, de la violencia. La lucha por los recursos ha ido dividiendo el control de esta región en diferentes clanes y guerrillas, con un conflicto abierto en Malí que afecta a todos los vecinos y con conexiones de muchos de los grupos implicados que derivan o se nutren de las redes radicales de la yihad y que ahora, desde la caída del Estado Islámico en Siria e Irak, están recibiendo nuevos revulsivos con intención de instalarse.

En un escenario de inestabilidad extrema, buena parte de la población ha tenido también que huir de sus casas: los jóvenes, para evitar ser reclutados; el resto, para protegerse de la violencia o el hambre. Entre todos conforman este nudo gordiano donde refugiados y desplazados viven en una inestabilidad que reúne todos los ingredientes para convertirse en un polvorín. En el Sahel no hay una sola guerra, se dan todas juntas. De continuar en la negligencia, el potencial para desestabilizar Europa es enorme, otra buena razón para empezar a sacar todo este sufrimiento del olvido y empezar a buscar soluciones.