Mencionar a los rohinyás o no, esa es la cuestión. Birmania coloca al Papa Francisco frente a un dilema shakesperiano de repercusiones morales y políticas extremas: desairar al anfitrión o decepcionar al mundo, repetir las condenas a los genocidios de Ruanda y Armenia o alinearse con el miserable silencio de Pío XII durante el nazismo, denunciar las atrocidades o patear el avispero étnico birmano que desborda las capacidades de la incipiente democracia civil. Un país sin apenas tradición católica mide estos días al Papa.

No hay asunto que descomponga más a la mayoritaria población budista y al Gobierno birmano que esa etnia musulmana. En el recuerdo sigue aquella solidaridad hacia «los hermanos rohingyás» que expresó el Papa en agosto. Pero no es lo mismo denunciar su persecución desde el balcón de la plaza de San Pedro que en Rangún. Las consecuencias del silencio sobre los rohinyás, por otra parte, son conocidas: Aung San Suu Kyi, ensalzada durante sus años de reclusión por U2 o Hillary Clinton, sufre campañas hoy para que devuelva el Premio Nobel de la Paz.

Las presiones no han faltado en las vísperas. Los monjes budistas más radicales han prometido una «respuesta» sin precisar si menciona la maldita palabra. Podrían digerir alguna alusión etérea a los musulmanes o el Islam, pero nada más allá. También le han llegado desde su equipo. El cardenal Charles Maung Bo, máxima autoridad católica en Birmania, le recomendó mesura.

ESPERANZA PARA LA PAZ / «Es una palabra muy problemática. Si la usa, será malo para el Gobierno, para los militares y para la comunidad budista», reveló en un entrevista. El cardenal arguye que Suu Kyi es aún la única esperanza para la paz y no conviene torpedear su Gobierno. Los católicos, apenas un 4% de la población, temen represalias tras haber sufrido en el pasado conversiones y trabajos forzosos. El contexto aconseja que el Papa, aplaudido como el defensor de los oprimidos, se rinda al pragmatismo que la diplomacia vaticana ha sublimado durante siglos.

El Pontífice se vio ayer con el general Min Aung Hlaing, jefe del Ejército y arquitecto de la represión de los rohinyás. Fue una reunión de «cortesía» y de apenas 15 minutos, se apresuraron a aclarar las fuentes oficiales, pero que subraya el peso que conservan los militares. La reunión, prevista para el jueves, se ha adelantado sin explicaciones para que el general fuera el primero en recibirle. Hoy se verá con Suu Kyi.

El Papa ha llegado a Birmania en uno de los cíclicos repuntes de la crisis. Un ataque rohinyá a instalaciones militares en el estado de Rakhine a finales de agosto desató la ola represiva y el éxodo de 600.000 musulmanes hacia la vecina Bangladés. Los desplazados denuncian desde los campos de refugiados donde se hacinan matanzas indiscriminadas, violaciones grupales, campos minados y quemas de poblados. El cuadro es descrito como «una limpieza étnica de manual» por la ONU e incluso Estados Unidos, el más firma aliado de Suu Kyi.

Las críticas globales y la visita papal explican que Birmania se haya apresurado a firmar un acuerdo con Bangladés para repatriar a los 600.000 exiliados recientes y a los 200.000 llegados antes. Consiste en que Bangladés envíe los documentos de identidad de los refugiados para que Birmania los permita entrar y aloje en refugios antes de trasladarlos a sus pueblos.

Es dudoso que resuelva el problema. Ni los rohinyás ni los expertos lo han recibido con entusiasmo porque es vago y no incide en los problemas de fondo. No confiere la ciudadanía a la minoría étnica ni garantiza que dejará de ser perseguida y la imposibilidad de regresar a sus pueblos arrasados amenaza con confinamientos indefinidos. «La situación no es adecuada para garantizar un retorno seguro y ordenado de refugiados que aún están huyendo, muchos de los cuales han sufrido violencia, violaciones y traumas psicológicos. Es crucial que el regreso no sea prematuro ni precipitado», señala el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados.

Los rohinyás, descendientes de comerciantes árabes, han vivido durante siglos en Myanmar. La antigua Birmania les niega la nacionalidad y los considera inmigrantes bangladesís ilegales porque no pudieron acreditar que estuvieran antes de 1823. Viven en condiciones de apartheid en Rakhine. Tampoco los reconoce Bangladesh, donde han emigrado durante décadas.