Donald Trump celebró como una victoria la decisión del Tribunal Supremo de autorizar parte de su veto migratorio a los musulmanes hasta que sus nueve magistrados emitan una sentencia definitiva al respecto, probablemente en otoño. Pero puede que no le baste con descorchar una sola botella de champán. Los rumores en Washington apuntan a que el juez Anthony Kennedy, que ha cumplido los 80 años, podría anunciar en los próximos días su jubilación. Su adiós tendría un impacto sísmico para el país, ya que Kennedy ha ejercido habitualmente como voto bisagra, ayudando a romper el equilibrio entre los jueces conservadores y los liberales.

Dicho de otro modo, la jubilación del juez californiano, que ocupa plaza en el Supremo desde que Ronald Reagan lo propuso para el cargo en 1988, permitiría al presidente designar a su reemplazo escogiendo a un juez netamente conservador. Ya lo hizo en marzo, al decantarse por Neil Gorsuch para llenar la plaza legada por el fallecido Antonin Scalia, también muy conservador. Desde entonces, el tribunal ha tenido a cuatro jueces alineados generalmente con las posiciones progresistas (Elena Kagan, Sonia Sotomayor, Stephen Breyer y Ruth Bayer Ginsburg) y a otros cuatro con las conservadoras (John Roberts, Clarence Thomas, Samuel Alito y Gorsuch). Ese equilibrio de fuerzas ha otorgado a Kennedy un poder extraordinario, tanto que muchos han rebautizado al Supremo como «el tribunal del juez Kennedy».

El pasado fin de semana, el magistrado se dejó querer durante una reunión privada con docenas de exalumnos del Supremo, letrados que han trabajado en algún momento para la máxima instancia judicial del país. Al final de la cena, les dijo irónicamente que también él había oído rumores de un anunció inminente. «Pues aquí está», les dijo sin desvelar el suspense. «El bar estará abierto después de la cena».

Nacido en Sacramento (California) en 1936 y padre de tres hijos, Kennedy llegó al Supremo tras una brillante carrera que comenzó en la Escuela de Derecho de Harvard y despegó con su nominación para el Tribunal de Apelaciones del Noveno Circuito, al que llegó con solo 38 años, convirtiéndose en el juez de apelaciones más joven del país. Su trayectoria y su perfil republicano le sirvieron para que su amigo Reagan lo enviara a Washington, donde comenzó su carrera aliándose casi siempre con los miembros más conservadores del Supremo. De aquella época data su apoyo a ciertas restricciones para regular la tenencia de armas.

Con el tiempo, sin embargo, Kennedy fue liberándose de las ataduras ideológicas para convertirse en el más imprevisible de los miembros del tribunal. Una voz independiente, más propensa a preservar las libertades individuales que los subjetivos valores morales que todo individuo alberga. En uno de los primeros distanciamientos de sus colegas conservadores, votó para preservar el derecho al aborto en un caso planteado contra las clínicas de Planned Parenthood en Pensilvania. De forma similar, aunque invocando entonces la libertad de expresión, también ayudó a tumbar una ley tejana que prohibía profanar la bandera nacional de Estados Unidos.

Más trascendentales todavía fueron dos de los votos que emitió en el verano del 2015. El primero de ellos le permitió a la Administración Obama preservar una de las piezas centrales de su reforma sanitaria: las ayudas federales para adquirir un seguro. Solo un día después se convirtió en el héroe de la América gay al decantar con su voto la sentencia de Obergefell vs Hodges, que sirvió para legalizar el matrimonio homosexual por cinco votos a favor y cuatro en contra.

«Su esperanza pasa por no ser condenados a una vida en soledad, excluidos de una de las instituciones más antiguas de la civilización. Piden igualdad en el derecho a la dignidad a ojos de la ley. La Constitución les garantiza ese derecho», escribió Kennedy al argumentar la opinión de la mayoría en aquel caso. Pero no siempre se ha aliado con la opinión de los progresistas. En los temas relacionados con las armas o el acceso al voto ha tendido a bascular hacia sus orígenes conservadores. También lo hizo en el célebre caso de Citizens United, que autorizó a las empresas y los sindicatos a donar fondos de forma ilimitada a cualquier candidato durante las elecciones.