Cada enero desde 1974, cuando se cumplió el primer aniversario de la legalización del aborto en Estados Unidos por la decisión del Tribunal Supremo Roe vs Wade, decenas de miles de personas participan en Washington DC en una manifestación bautizada Marcha por la vida. En ninguna había hablado un vicepresidente, hasta que ayer lo hizo Mike Pence. Y con muestras de respaldo como esas de la Casa Blanca (desde la que también llegaron dos mensajes de apoyo del presidente Donald Trump), con la promesa del mandatario de que cuando nombre la semana que viene a un juez para llenar la vacante del alto tribunal elegirá a un magistrado «provida» y con el Congreso en manos republicanas, el movimiento contra el aborto celebra que se ha hecho fuerte en Washington.

No es la primera vez que Pence participa en la marcha. Lo ha hecho, según contó su esposa, en 16 ocasiones anteriores. Pero esta vez él habló desde una posición de más poder que cuando era congresista o gobernador de Indiana, cargos en los que este hombre que se ha definido como «cristiano, conservador y republicano, por ese orden», promovió una radical agenda y firmó algunas de las leyes más restrictivas con el aborto en su estado. Y su promesa de «restaurar la cultura de la vida en EEUU» ahora tiene más calado.

Poco importa que la mayoría de los estadounidenses, el 57% según un sondeo realizado el año pasado por Pew, defiendan la legalidad del aborto en todos o la mayoría de los casos, o que ese sea el porcentaje más alto desde 1996. En la capital se palpa la llegada de la ola conservadora al poder, especialmente representada por Pence, el conservador que se ha convertido en la gran esperanza de la derecha religiosa.

Con su selección como vicepresidente, Trump ganó el respaldo de muchos votantes y alejó los fantasmas sobre su propia credibilidad en la materia, porque en 1999 el ahora presidente se declaró «absolutamente» a favor del derecho de la mujer a decidir. Y ahora su número dos es su mejor representante en la causa antiabortista.

Pence, por ejemplo, ha recordado que una de las primeras medidas que ha adoptado Trump tras su llegada al poder ha sido reinstaurar una política que deja sin financiación de EEUU a ONGs internacionales que directa o indirectamente apoyen el aborto. Ha subrayado también la aprobación en la Cámara Baja de una propuesta de ley que abre el camino para hacer permanente el veto al uso de fondos federales para abortos o atención sanitaria que incluya cobertura para las interrupciones de embarazos. Y recordando que él y su jefe están «en el negocio de cumplir promesas» ha renovado el compromiso en intentar dejar sin financiación de Washington a Planned Parenthood, una organización que presta atención sanitaria a personas de bajos ingresos y que, aunque solo dedica el 3% de sus fondos a los abortos, los conservadores tienen en su diana desde hace tiempo. «No descansaremos hasta que restauremos una cultura de la vida para nosotros y la posteridad», ha dicho.

Son palabras (y hechos) que aterrorizan a millones de mujeres y activistas, pero suenan a gloria a muchas de las decenas de miles personas que han participado en la marcha, la más numerosa en años aunque la asistencia se ha quedado lejos de los augurios de Trump, que el jueves calculó que acudirían entre 300.000 y 600.000 personas. No todos los participantes, no obstante, apoyan la presidencia de Trump. Y por la capital ha marchado gente como Liz Kehrman, que en unas declaraciones a The Washington Post ha definido al presidente como «el peor abanderado» del movimiento contra el aborto. «No respeta la vida en todas sus formas. Toda la vida merece ser tratada con dignidad y respeto pero él no valora con dignidad ni a mujeres ni a los pobres ni a los refugiados».