Estados Unidos intentó sepultar esta semana la era del libre comercio que había iniciado tras la Segunda Guerra Mundial. La retirada del Tratado de Colaboración Transpacífica (TPP, por sus siglas inglesas) firmada por Donald Trump aboca al rancio proteccionismo que mostró sus funestas consecuencias para todos en el pasado. Sus efectos económicos y geopolíticos allanan el camino chino hacia la cúspide mundial mucho antes de lo que los expertos calcularon.

Pekín se ha esforzado estos días en disimular su júbilo por la salida estadounidense del TPP. Era el brazo económico de Obama para limar la influencia china en Asia. Para Trump, en cambio, habría supuesto una «constante violación» de América. El tratado de libre comercio fue firmado en febrero pasado tras una pesarosa cocción de cinco años entre 12 países que suman 800 millones de personas y representan el 40% de la economía mundial.

Era, repetía Obama, el vehículo con el que EEUU dictaría las normas del comercio internacional antes de que lo hiciera otro. El tratado, uno de los más complejos y ambiciosos nunca firmados, fijaba escrupulosos estándares en materia medioambiental, derechos laborales y propiedad intelectual. También aceptaba la presencia diplomática y militar estadounidense en el área más dinámica del planeta.

No es extraño que China aproveche para impulsar la Asociación Económica Regional Amplia (RCEP, por sus siglas inglesas). Es su alternativa al TPP: se extiende a 16 países (excluye a EEUU) y su alcance es más tradicional y modesto.

ENTUSIASMO / China había aireado su tratado durante años sin levantar excesivo entusiasmo debido a la preocupación regional por sus reclamaciones territoriales, la falta de transparencia legal o las trabas para que productos extranjeros entren a su mercado. De sus reacciones se entiende que la opción prioritaria era la estadounidense.

También la cancillera alemana, Angela Merkel, lamentó el fracaso porque «ningún tratado posterior alcanzará los estándares» del TPP o del planeado Acuerdo de Comercio e Inversión Transatlántico (TPPI) que negociaban EEUU y la Unión Europea. Ese acuerdo también parece hoy quimérico.

Entre las facturas de la democracia figura que un presidente pueda destruir la obra del anterior. Pero para el resto de firmantes es solo una promesa incumplida. Washington se jugaba su reputación, aclaró en agosto Lee Hsien Loong, primer ministro de Singapur. Recordó que todos los gobiernos habían vencido objeciones internas y pagado un alto precio político. «Si la novia no llega al altar, la gente se sentirá muy dolida», advirtió. Su homólogo japonés, Shinzo Abe, certificó que el tratado sin EEUU era papel mojado y que el resto de países «va a preferir negociar con China, la gran locomotora».

La decisión es traumática para Japón. Abe confiaba en el vínculo de dos de las tres mayores economías mundiales y en el desembarco sin aranceles de sus productos tecnológicos para remontar una recesión que se alarga durante décadas. Tampoco Malcolm Turnbull, primer ministro de Australia, ve la guerra perdida. «Es posible que EEUU pueda cambiar con el tiempo, como lo ha hecho en el pasado», dijo, antes de plantear un tercer escenario: abrir la puerta a China en el TPP, algo que Pekín ha rechazado valorar.