La futura Administración de Donald Trump, presidente electo de EEUU, ha asegurado que irá desvelando, poco a poco, su postura respecto a Cuba. Sin embargo, ya se puede entrever que el sucesor de Obama pretende endurecer las condiciones pactadas con La Habana por su antecesor.

El entorno de Trump ha explicado que la Administración saliente ha hecho demasiadas concesiones al régimen castrista, en relación al levantamiento de parte del embargo económico norteamericano vigente desde 1962, sin obtener contrapartidas de La Habana en materia de derechos humanos, economía de mercado y democracia. El futuro jefe de Gabinete, Rience Priebus, detalló ayer en la cadena televisiva Fox cuáles son las prioridades de Trump en relación a Cuba: «Debemos obtener un mejor acuerdo».

«Fin de la represión, apertura de los mercados, libertad religiosa y de prisioneros políticos son aspectos que deben cambiar para poder tener una relación abierta y libre», añadió.

Y es que la muerte de Fidel Castro no solo supone un estremecimiento para los cubanos más allá de sus afinidades sentimentales o sus rechazos tan disimulados como abiertos. Como si fuera un acto reflejo, muchos comenzaron a preguntarse qué sucederá no solo con el llamado «deshielo» (frase de inevitable cuño soviético en un país caribeño) de las relaciones entre La Habana y Estados Unidos.

El interrogante no tiene un fundamento real, al menos referido a la desaparición física de Fidel Castro. Fuera del poder, alejado de la grandes decisiones, supo acompañar, con sus matices, sometidos a escrutinios infructuosos de los analistas, el proceso de restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre la isla y «el Imperio» ubicado a 145 kilómetros de distancia. Las dudas sobre lo que pudiera ocurrir sobre esos vínculos no están asociadas con su desaparición física sino con el triunfo electoral de Donald Trump.