Keleti no es lo que fue. Las 200 personas que quedaban atrincheradas en la estación central de Budapest han subido a los últimos buses en dirección a Austria. Solo queda un grupo de cinco refugiados, provenientes de Siria, y los voluntarios que desde hace semanas se entregan a los recién llegados.

La crisis migratoria también tiene una cara humana, la de los ciudadanos que prestan ayuda a los miles de personas que están llegando a Europa. El viejo continente vive el peor éxodo en dos décadas y son muchos los que han dado un paso al frente para proporcionar a los refugiados todo aquello que no hacen las autoridades. El Ejecutivo ultraconservador húngaro se ha servido de la hostilidad. Los voluntarios que encontramos en Keleti lo han hecho con amor y sin esperar nada a cambio.

Ingrid, de 34 años, es asistente médica y hace tres meses que pasa el día en la estación ayudando a los que llegan enfermos. La mayoría padecen fiebre, asma y los cortes de un alambre de espino que ahora ya cubre la frontera entre Hungría y Serbia. "Tengo una familia a quien cuidar, pero también el deber de atender a los refugiados, jugar con los niños, llorar con las madres", cuenta mientras enciende un cigarrillo. Nos dice que le dio el número a una familia siria cuando abandonó Keleti. Hace dos días, se pusieron en contacto con ella desde Colonia, donde ahora viven, y la invitaron a pasar ahí el próximo verano. "Por cosas como esta vale la pena ayudar a los demás", apunta.