Para algunos es el comienzo de una nueva era; para otros, un error catastrófico. De lo que nadie duda, sin embargo, es de la trascendencia histórica del acuerdo que alcanzaron ayer Irán, Estados Unidos, China, Rusia, Francia, Reino Unido y Alemania para restringir el programa nuclear iraní durante los próximos 15 años. Con el documento sellado en Viena, será prácticamente imposible que Teherán pueda fabricar armas nucleares sin que el mundo lo descubra antes y, como recompensa, Irán dejará de ser un paria en la escena internacional. Se trata del triunfo de la diplomacia sobre la guerra tras más de una década de amenazas cruzadas, negociaciones estériles y terrorismo encubierto.

Nada de esto hubiera sido posible sin la flexibilidad, el pragmatismo y la valentía demostradas por el presidente de EEUU, Barack Obama, y su homólogo iraní, Hassan Rohani. Al poco de llegar al poder, Obama tendió la mano a los enemigos históricos de su país en busca de un orden mundial basado en la cooperación y el diálogo. Solo le ha fallado Rusia. El resto del puzzle ha acabado encajando, como demuestra el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Myanmar y Cuba. "Este acuerdo nos ofrece la oportunidad de avanzar en una nueva dirección. Deberíamos aprovecharlo", dijo desde la Casa Blanca al anunciar el más preciado de los objetivos que buscaba para su legado.

Algo parecido podría decirse de Rohani, que ha sabido sortear el muro de dogmatismo clerical en Teherán para entenderse con el Gran Satán y dar salida a los anhelos de cambio de su población. Para Irán es un triunfo mayúsculo. No solo mantiene sus instalaciones intactas y la capacidad para enriquecer uranio, en contra de lo que quería Israel o la Administración de Bush, sino que dirá adiós a las sanciones. Sin esas cadenas, su