Ya lo dijo su entonces médico personal, Umberto Scampagnini, que Silvio Berlusconi era «técnicamente inmortal». Lo que no dijo fue que, además de su físico, lo eran también sus políticas. Para ello habría que buscar en los análisis de psicólogos, sociólogos e incluso historiadores especializados en Italia, elaborados en estos 20 años que Berlusconi lleva en la política y que suman más textos que los dedicados a Juan Pablo II y a George Bush juntos. «Berlusconi está gozando del caos», escribió ayer un diario italiano, espoleado por unos resultados electorales que también se reflejaron en los diagramas enloquecidos de las bolsas de valores, en los despachos de las cancillerías de todo el mundo y prácticamente en la sorpresa de todos los diarios del orbe.

«Pide el recuento de las papeletas», ordenó a su secretario el lunes, ya entrada la noche, envalentonado por el cambio de las previsiones de la víspera. Tan solo 0,4 puntos le distanciaban de los progresistas. No se lo esperaba nadie y nadie ahora tampoco se lo explica. Su partido ha perdido 20 puntos desde la victoria electoral del 2001, más de la mitad de los cuales han pasado al movimiento de Beppe Grillo, pero sigue ahí. «Me daban por muerto, pero estoy aún aquí y conmigo deberán pasar cuentas», había dicho en la vigilia electoral, reivindicando lo siguiente: «Yo he puesto mi cara una vez más y he ganado».

CIENCIAS HUMANAS

Para entender el fenómeno Berlusconi hay que recurrir a varias ciencias humanas. La historia puede explicar la tendencia de una parte de los italianos por lo que llaman «el hombre fuerte» o «el hombre de la providencia». Es decir, el taumaturgo, el santo que realiza milagros que, sin molestar mucho y dejándole libertad para hacer lo que quiera, saca las castañas del fuego a todo el mundo. En el pasado y en contextos distintos pudieron ser Benito Mussolini y más tarde la Democracia Cristiana. Antes aún, los piamonteses, que unieron el país a base de conquistas bélicas, Napoleón, la corona austrohúngara o el Papa. «Hemos hecho a Italia, ahora tenemos que hacer a los italianos», parece que dijo el escritor y político Massimo d'Azeglio tras la unificación del país en 1870, aunque en época contemporánea otros políticos han dado la vuelta a la frase.

Los sociólogos han llegado a explicar que el personaje sabe hablar a los instintos del elector medio, porque conoce sus debilidades y aspiraciones más íntimas, aquellas que resultan difíciles de concretar pero con las que se puede soñar. Como evadir impuestos, demostrar ser más listo que el vecino, contar con un «santo en el paraíso», como reza la expresión popular italiana para referirse al padrino o al protagonista de una recomendación.

Los psicólogos añadirían que la inmortalidad del político está vinculada a su capacidad de seducción, que a su vez surge en los individuos inseguros que recurren a mil distintas estratagemas para llevarse a la cama al seducido. Son ejemplos sus melodías cantadas en los cruceros de la juventud, los deberes vendidos a los compañeros de la escuela primaria a cambio de unas liras, las tartas en las neveras y las iniciales de cada familia bordadas en las camas de las casas provisionales ofrecidas a las víctimas del terremoto en L'Aquila.

Sería también interesante saber cómo definiría al personaje un jerarca católico, porque lo que se sabe sobre su vida personal no reflejaría ningún modelo cristiano conocido, a pesar de que el interesado crea en el más allá, como demostraría la tumba personal ya construida. Pero no existen estudios al respeto. Solo «debilidades humanas», como dijo un cardenal, cuando la prensa ventilaba las noches del bunga-bunga.