Pocos acontecimientos han causado una división tan profunda en la escena internacional en general y entre países aliados en particular como la intervención militar en Irak que comenzó hace hoy 10 años. La fractura se produjo ya muchos meses antes de aquella cumbre de las Azores con la que, el 16 de marzo del 2003, los mandatarios de EEUU, Gran Bretaña y España, George Bush, Tony Blair y José María Aznar, escenificaron --con el actual presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, entonces primer ministro de Portugal, ejerciendo de anfitrión-- el pistoletazo de salida de una aventura bélica iniciada cuatro días después.

Si otras intervenciones anteriores, como la de Kosovo (1999), fueron motivo de confrontación política entre Occidente por un lado y Rusia y China por otro, la guerra de Irak rompió todos los consensos, incluido el de los países occidentales. La brecha fue muy visible en la OTAN y particularmente dolorosa en la Unión Europea (UE). Mientras el Reino Unido, la España de Aznar y buena parte de los países del centro y el este de Europa, como Polonia o la República Checa --que meses después iban a ingresar en la UE como miembros de pleno derecho--, se aliaron con las tesis de Bush, Francia y Alemania capitanearon el bloque de países europeos opuestos a la intervención.

Lectura interesada

Un repaso a las hemerotecas resulta ilustrativo de cómo los unos y los otros hacían una lectura interesada de los textos relevantes y elegían la que mejor encajaba con su propia posición predeterminada. Así ocurrió con los informes de los equipos de inspectores de armas de la ONU que capitanearon Hans Blix y Mohamed El Baradei, y, más importante aún, así ocurrió con la resolución 1441 del Consejo de Seguridad, aprobada por unanimidad el 8 de noviembre del 2002, y que EEUU consideró suficiente para atacar porque invocaba el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas y advertía a Irak de "consecuencias graves" si no cumplía con las exigencias de desarme. "Lo que Francia y Alemania tienen que hacer es volver a leer la resolución 1441 (-) Todos los que votaron esa resolución sabían que llegaría este momento, en el que Irak debía afrontar las 'graves consecuencias' (-) Ahora no se puede dar marcha atrás e ignorar que ese momento ha llegado", espetó airadamente el secretario de Estado, Colin Powell, el 9 de febrero del 2003.

Las heridas han cicatrizado, pero la huella dejada por la desastrosa experiencia iraquí va más allá de las meras relaciones entre países. Un aspecto particularmente interesante es el impacto que tuvo y sigue teniendo en el "derecho de injerencia humanitaria", una doctrina que poco a poco se abría paso frente a la otrora sacrosanta soberanía de los estados.

Hacia finales de la década de los 90, aquella doctrina --según la cual se considera legítima una acción militar en otro país como respuesta cuando se producen atrocidades a gran escala-- se había ampliado e iba ganando terreno en el discurso internacional, en buena medida fruto de la mala conciencia por la pasividad ante el genocidio de Ruanda (1994) o la demasiado tardía intervención en la guerra de Bosnia (1992-95). La guerra de Kosovo (1999) entró de lleno en esa categoría. La intervención tras la primera guerra del Golfo para proteger a los kurdos del norte de Irak (abril de 1991) fue un claro precedente.

La guerra de Irak del 2003 y lo que le siguió hicieron un daño terrible y duradero al derecho de injerencia humanitaria. No porque nadie pensara que entraba en este concepto, sino porque el hecho de que estuviera basada en una mentira --que Irak poseía armas de destrucción masiva-- y sus desastrosas consecuencias causaron tal descrédito que la experiencia sirvió de vacuna contra cualquier nueva veleidad intervencionista, estuviera o no justificada.

El "derecho de injerencia humanitaria" ha empezado a renacer bajo otra denominación, la "responsabilidad de proteger" (el Consejo de Seguridad la invocó en el 2006 ante la situación en Darfur), y se puso en práctica hace dos años en Libia. Pero las potencias internacionales son mucho más cautelosas y reacias. La experiencia de Irak ciertamente ha condicionado la respuesta ante la sangría de Siria.

Fue Tony Blair quien, en 1999, en plena guerra de Kosovo, enumeró cinco "grandes consideraciones" a la hora de decidir cuándo intervenir en otro país: si se está seguro de que intervención es "justa" dada la situación; si se han agotado todas las opciones diplomáticas; si las posibles operaciones militares son factibles y sensatas; si se está preparado para un compromiso a más largo plazo, y si hay intereses nacionales en juego. A todas luces, no supo aplicar su propia receta cuando viajó a las Azores.