Las heridas que una guerra ocasiona en el territorio que la sufre siempre resultan difíciles de borrar. El dolor infligido a la población local queda grabado a fuego en el imaginario colectivo y tarda generaciones en desaparecer. Sin embargo, cuando se trata de las minas antipersona, la herida no solamente permanece abierta, sino que sigue matando. Las minas no distinguen entre armisticios o tratados internacionales, ni entre civiles o militares, ni siquiera entre adultos y niños. Una mina se siembra con un solo objetivo: destruir vidas, y es lo que hará mientras su vida útil se lo permita.

Esta semana se cumplen 20 años del inicio de la Campaña Internacional para la Prohibición de las Minas (ICBL por sus siglas en inglés). La iniciativa reunió a seis organizaciones no gubernamentales en Nueva York con un objetivo claro: lograr la completa prohibición, tanto el uso como la fabricación, de las minas antipersona en el mundo. Numerosas personalidades dieron desde el primer momento un apoyo explícito a la iniciativa. Incluso la princesa Diana de Gales viajó hasta Angola para comprobar los estragos que el uso indiscriminado de las minas había causado entre la población civil de ese país africano. Tras cinco años de movilización intensiva y campañas de presión sobre los gobiernos y la comunidad internacional se logró que 122 países sucribieran el Tratado de Prohibición de Minas de Ottawa en 1997.

NOBEL DE LA PAZ Ese mismo año, los responsables de la campaña, encabezados por la activista estadounidense Jody Williams, fueron premiados con el Nobel de la Paz. El comité noruego que otorga el galardón destacó que la campaña y el trabajo llevado con todo tipo de países y regímenes políticos suponía --un ejemplo convincente de una política efectiva en favor de la paz--.

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