Ante la euforia musculosa de David Cameron o la quietud prosaica y prusiana de Angela Merkel, parece como si Fran- çois Hollande (incómodo con su americana algo estrecha, confuso todavía con el tono de colonias de fin de semana de Camp David) pasara absolutamente del fútbol y de un partido tan trascendente como el de la final de la Champions. Estamos en la tanda de penaltis y tanto puede ser que Cech acabe de detener el de Olic como que haya desviado levemente el de Schweinsteiger. O también se puede dar el caso de que Drogba haya marcado el gol definitivo ante Neuer. El hecho es que Cameron y uno de sus asesores estallan de alegría, mientras que los alemanes, totalmente desolados, comprueban que, a veces, el fútbol se parece demasiado a la política. Ellos han tirado del carro y ahora ven que son los ingleses, tacaños, quienes recogen las ganancias. Para acabar de completar la escena, José Manuel Durao Barroso tiene cara de árbitro, que es lo que trata de hacer en la vida real, en honor del compatriota que ha pitado el encuentro.

Merkel, impávida. Mira con ojos de miope y con una contención absoluta. De hecho, el fútbol no le interesa demasiado --ni siquiera como metáfora de las relaciones internacionales-- y, encima, su jugador predilecto (Schweinsteiger, esencia de la robusta patria) yerra justo en el momento culminante. La suya no es una cara de derrota, sino de indiferencia. ¿También Hollande? Con la mano en la barbilla, el recién nacido presidente francés parece que piense más en la proclama a favor de la activación