Ni la tolerancia prometida la semana pasada hacia los manifestantes ni la oferta conciliadora de reformas políticas todavía por llegar han aplacado el celo represivo del régimen de Bashar al Asad. Las fuerzas de seguridad sirias volvieron a disparar ayer contra cientos de personas que se manifestaron en la ciudad sureña de Deraa, el epicentro de las protestas, para reclamar libertad y la derogación del estado de excepción, aunque no se tiene constancia de ninguna víctima. Tras el temporal del fin de semana, el resto del país parece haber recuperado una relativa normalidad. La tensión sectaria juega en contra de la consolidación de las protestas.

Demográficamente, Siria se parece más al Líbano y a Irak que a Egipto o Túnez. El país es un complejo mosaico confesional gobernado por la minoría alauí, a la que pertenece la familia Asad, que apenas representa el 12% de la población.

Entroncados con el islam chií, los alauís copan los puestos de mando en el Ejército, el partido y el aparato de seguridad, pero no son el único respaldo del régimen que, a base de componendas, ha sabido ganarse a las élites de la mayoría suní (74% de la población) y a parte de los cristianos (10%). Para estos, el laicismo baazista supone un muro de contención contra los islamistas.

COHESION SOCIAL El régimen se precia de haber sabido mantener la cohesión social, salvando al país de los continuos conflictos sectarios vividos por el Líbano y, más recientemente, por Irak. Pero el resentimiento existe, especialmente entre los sunís, que ven a los alauís como una casta de montañeses provincianos y, en el caso de los islamistas, como una comunidad de herejes. Aunque potencialmente devastador, el fantasma del sectarismo empieza a perfilarse como una de las grandes armas del régimen. "Es obvio que Siria está en el punto de mira de un proyecto para sembrar el conflicto sectario y comprometer su modelo único de coexistencia", dijo el sábado la asesora del presidente Bouthaina Shaaban.