El presidente de Yemen, Alí Abdulá Saleh, esbozó ayer la peor pesadilla de sus aliados internacionales y buena parte de sus conciudadanos en un intento desesperado de detener la dinámica de deserciones en sus filas que le han puesto contra las cuerdas tras varias semanas de protestas. Saleh amenazó con una guerra civil si los militares sublevados intentan apartarle del poder y advirtió de que el país se enfrenta a una posible desintegración. Poco después se ofreció a dimitir en enero, una oferta que rechazó la oposición.

Algunos analistas opinaron que si Saleh no ha dimitido aún es por las reticencias de Arabia Saudí y EEUU, sus dos principales garantes foráneos. Si bien Washington es consciente de la debilidad de su aparato estatal y de su doble juego con los islamistas radicales, le necesita para combatir a Al Qaeda en su territorio y teme que su marcha acelere la desintegración del país, amenazado por una rebelión tribal chií en el norte y un movimiento secesionista en el sur.

CAUTELA DE GATES Preguntado ayer sobre si Saleh debería dimitir inmediatamente, el secretario de Defensa, Robert Gates, respondió: "No creo que me corresponda hablar a mí de los asuntos internos de Yemen".

Algo semejante le ocurre a los saudíes, para los cuales Yemen es casi un protectorado. Riad ya intervino en Bahréin enviando tropas para ayudar a sofocar la revuelta, liderada por los chiís, y Saleh les ha pedido ayuda para mediar en la suya. Pero se está quedando solo. A las deserciones de militares, políticos, diplomáticos y líderes tribales, se sumaron ayer las críticas de la Liga Arabe, que condenó los "crímenes contra los civiles" y le pidió que aborde "pacíficamente" las demandas de la calle.

En el sur del país se produjeron los primeros choques armados entre militares de ambos bandos, con la muerte de dos uniformados. Saleh avisó a la jerarquía castrense de tentaciones golpistas: "La patria no será estable, habrá guerra civil, una guerra sangrienta".