Gadafi ha amenazado con convertir el Mediterráneo en un infierno. Su dedo acusador apunta ahora no solo a los rebeldes sublevados y a todo aquel que viva en zonas controladas por el Consejo de Transición Nacional, sino también a los países de su entorno. A esta lista de amenazas se añaden recientes declaraciones avisando a los europeos de que se olvidasen de su ayuda para frenar la inmigración, anunciando que abriría los arsenales a todo aquel que quisiera defenderle o insinuando que estaba dispuesto a aliarse con Al Qaeda para atacar objetivos occidentales.

La actitud desafiante de Gadafi no debería sorprender. Siempre ha utilizado la lucha contra el terrorismo o la contención de la inmigración irregular como moneda de cambio en sus relaciones con Europa. Cuando los líderes europeos aceptaron reintegrarle en la comunidad internacional, les prometió cooperación en aquello que más les inquietaba. Ahora que los europeos son protagonistas en lo político y en lo militar en la operación Odisea al amanecer, Gadafi les amenaza con el peor de los escenarios y plantea la batalla del miedo.

Pero no solo los europeos tienen motivos para inquietarse, al otro lado del Mediterráneo también temen las sacudidas de esta crisis. Y especialmente en dos países fronterizos, Túnez y Egipto, inmersos en sendas transiciones democráticas. El primero celebrará elecciones constituyentes el 24 de julio, el segundo acaba de someter a referendo su reforma constitucional. Es evidente que un conflicto en sus fronteras, la circulación descontrolada de armamento o una nueva crisis de refugiados no son el mejor telón de fondo para asentar una transición política o recuperar la actividad económica.

Los gobiernos árabes se están moviendo entre la convicción de que Gadafi es un elemento peligroso a quien no se le puede permitir que continúe esta espiral destructiva y la alergia que les provoca una intervención con claro protagonismo occidental. De ahí que se alternen declaraciones contradictorias del secretario general de la Liga Arabe, mientras que países individuales participan, diplomática o militarmente, en la implementación de la resolución 1973. Turquía, otro país clave en la región, se ha quedado al margen y ha apostado por una solución negociada, pero lamenta que Gadafi no le haya escuchado y confía en que pronto cesen las hostilidades.

La estabilidad en el Mediterráneo siempre ha sido frágil y ahora no pasa por su mejor momento. Una intervención internacional en un conflicto abierto como el de Libia nunca es fácil y entraña riesgos. No obstante, ¿cuál era la alternativa? Solo una: dejar que las tropas de Gadafi entraran, casa por casa, en Bengasi y el resto de zonas controladas por los rebeldes. Además de un sinfín de víctimas inocentes y una oleada de desplazados, se habría lanzado el mensaje de que todo vale para acallar a una población que se levanta para pedir un cambio de régimen.