Quizá, solo quizá, hacía falta que docenas de militares estadounidenses realizaran el vistoso aterrizaje de helicópteros Black Hawk en el jardín que rodea el derruido palacio presidencial de Puerto Príncipe. Pero hiciera falta o no, sucedió ayer, y EEUU selló así su carta de presentación ante la población de la capital.

Organizar y coordinar la mastodóntica misión de rescate, seguridad y ayuda humanitaria en Haití es, indudablemente, una compleja operación logística de dimensiones tan gigantescas como la devastación que extendió el terremoto del pasado martes. Es, también e indudablemente, una operación con un componente estratégico de imagen.

Más allá de plantarse con el atronador ruido de hélices y motores en el mismo sitio donde debería residir la autoridad del país --toda una lección de simbolismo-- no es arriesgado pensar que Washington busca algo más: o se demuestra fuerza y control o el caos puede ganar una partida en la que todos perderán.

TROPAS DESINFORMADAS Ayer, en el aeropuerto Toussaint Louverture era difícil encontrar a un solo responsable de los soldados estadounidenses que tuviera la información exacta sobre la llegada de los marines. Ya está aquí la Armada, la Marina y la Fuerza Aérea, pero será la llegada de los más duros entre los duros la que terminará de sellar esta sui generis invasión estadounidense, ansiada por muchos y cuestionada por algunos. 2.000 marines habían arribado ya al país centroamericano por mar, y ayer empezaban a ser trasladados a tierra por helicóptero.

No hace falta esperar a verlos por la calle para constatar el control estadounidense, ya palpable. Sin embargo, la fortaleza de su Ejército y sus medios no son aún capaces de superar los retos que plantea hoy Haití.

El capitán Dustin Doyle, portavoz del Ejército de Tierra, riega sus declaraciones de altisonantes términos logísticos y militares, y alaba sin tapujos "el asombroso trabajo que estamos haciendo los americanos", explicando cómo en el aeropuerto que ellos operan ya se mueven a diario 100 aviones, en vez de los 60 que normalmente manejaría un aeropuerto comercial.

MEDICAMENTOS A solo unos metros de él, la hermana Gladys, una misionera colombiana de la orden de las Hijas de la Caridad, deambula con otra monja polaca entre centenares de cajas de envíos llegados de todo el mundo, aunque EEUU se encarga de recibir, almacenar y distribuir el cargo. Desde su orden en Miami les han mandado más de 100 kilos de medicamentos. Saben que llegaron en un avión de American Eagle el lunes a las ocho. No hablan inglés, y aunque cuando se les ayuda con la traducción logran que alguien vaya a buscar sus cajas, nadie encuentra nada. Casi dos horas después siguen deambulando por el aeropuerto. Una cosa es que la ayuda llegue; otra, que llegue de verdad.

Como ellas se encuentra en el aeropuerto Alberto Sosa, un médico de origen cubano que tiene una tía en la misma orden. Trata de ayudarlas, pero él también necesita ayuda. "Esto es un desastre", dice. "Nos hemos quedado sin nada. Estoy parado. Necesito vendas, antibióticos, tornillos, placas, perforadores, esterilizadores... Tengo a 50 o 60 niños a los que, si no operamos hoy, morirán. Ayer murieron cuatro", concluye.

FALLOS DE DISTRIBUCION El doctor Sosa cree tener identificado uno de los problemas: ha llegado mucha ayuda internacional, pero no llega a los hospitales locales, que es donde va la gente. Lo mismo pasa con la comida y el agua, que no llega a muchas comunidades. Y son justamente los problemas de distribución que nadie parece capaz de solventar (al menos, por ahora) los que amenazan con inclinar la delicada balanza en la que hoy se miden un potencial estallido de violencia y la relativa tranquilidad con que ha reaccionado la inmensa mayoría de la población y la violencia.

Hay quien dice que los pillajes y saqueos que se han vivido hasta ahora (incluso los ajusticiamientos de saqueadores) no son un problema de seguridad, sino de orden público. "El día que maten a un extranjero, que ataquen con armas a unos cascos azules, habrá un problema de seguridad, como en el 2004, cuando los haitianos se comían vivos a los militares, cuando eran incontrolables", dice un funcionario europeo desplazado a la ciudad. "Robar necesidades --añade-- no es inseguridad".

Diana, la profesora canaria que el pasado lunes fue a las oficinas de coordinación de ayuda humanitaria en la base de operaciones de la ONU, volvió allí ayer. Y esta es su reflexión: "Me da mucho menos miedo un haitiano que venga a robarme por un ataque de rabia, furia o frustración que el desembarco de las tropas con soldados que llegan desorientados y con miedo porque se creen que vienen a reprender a salvajes".