¿Cuántos días lleva ese cuerpo hinchado y polvoriento y como crucificado sobre un cartón en la carretera, en un transitado cruce en el centro de Puerto Príncipe? ¿Moriría ese hombre hace ya una semana? ¿Habrá sido recuperado hace menos tiempo de alguno de esos edificios hechos un amasijo de piedra y hierro que con su intenso hedor demarcan ineludiblemente la muerte? Los días pasan y en esta desolada ciudad las respuestas, como las soluciones, son extremadamente difíciles de encontrar.

De algunas vías se han retirado los escombros para facilitar la circulación; más equipos internacionales de ayuda se mueven por y entre hospitales, escombros y los campamentos de desplazados; incluso en las calles se ven algunos pequeños puestos de fruta más, como los del mercado cercano a la residencia privada del presidente René Preval. Sus cestas llenas de naranjas, en un día de brillante sol, hacen pensar, por un segundo, que las cosas no están tan mal.

Es un espejismo. Las calles se han llenado de carteles de denuncia y súplica, como uno que se resiste a pedir una sola cosa y dice: "Tenemos muchos problemas, por favor ayuden". Ese ha aparecido muy cerca de un mural oficial, pintado antes de que llegara el caos, que recuerda: "Para lograr una paz duradera hay que dar un trabajo a la gente". Hoy, ni siquiera se piensa ya en un empleo. Comer y beber sería suficiente para las 200.000 personas que sufren problemas de hambre y deshidratación.

VUELVEN LOS DISPAROS La desesperación sigue saltando límites. Los disparos han vuelto a las calles, se ha ajusticiado a ladrones y ni siquiera la seguridad que rodea la base logística de la ONU frena ya a quienes buscan desesperadamente algo que llevarse a la boca.

Ayer, a primera hora de la mañana, varios centenares de haitianos intentaron entrar por la fuerza en la parte del aeropuerto donde están instalados los equipos de rescate y los campamentos de organismos internacionales de ayuda. "Afortunadamente eran solo 300 y han bastado los empujones para frenarlos. Pero pronto serán 3.000, y ahí un empujón no será suficiente", alerta un policía de la Minustah, la misión de la ONU.

Incluso quienes tienen suerte, como Marie Rose, que el mismo día del terremoto logró llevar a su hijo de 9 años al Hospital General y ayer se sentaba junto a su camilla al aire libre bajo una lona de plástico gris, la tienen solo relativa. Los doctores pasan tres veces al día a ver al pequeño, que no está entre el 90% de amputados que hoy conforman la población de este abarrotado hospital, como todos escaso de personal, equipo médico y fármacos. Pero Marie Rose no tiene qué comer o qué beber. Esforzándose en francés en vez de en su nativo creole, da el número de teléfono, insiste en que se apunte, sin explicar siquiera para qué. "Quizá de alguna forma me pueda ayudar".

IMPOSIBLE ESCUCHAR Antes de llegar al hospital, el todoterreno de Etienne Marcel, el funcionario del Tribunal de Cuentas que por un precio ridículo, tal y como se ha puesto el mercado de transporte para la prensa, ha accedido a conducir para los tres enviados especiales y otra periodista, se ha acercado hasta el derruido Hotel Montana. En el camino, una emisora francesa en la radio escupe una crónica desde Los Angeles hablando de los Globos de Oro y el glamur de Hollywood. Imposible escuchar.

Al llegar al Montana, la valla está cerrada. Hoy la prensa no entrará. Están sacando cadáveres y entre ellos puede estar el de la esposa de un militar. No es un soldado cualquiera: es el general chileno encargado de dirigir esa misma operación de búsqueda.

Todo hoy en Haití es cuestión de fuerza. Fortaleza moral para seguir trabajando cuando ya no hay esperanza de encontrar con vida al ser querido. Fortaleza física para sobrevivir. Fuerza comunal para organizarse y protegerse cuando no parece que nadie más pueda organizar y proteger.

La inminente llegada de los marines de EEUU se espera, pero también se teme. Hay quien, como un jefe de contingente de la Minustah que prefiere no dar su nombre, entiende que puede aportar beneficios. "Al menos actúan con una unidad de criterio, aunque no se comparta ese criterio", dice. Justo después, expresa su temor ante la militarización: "Echará por tierra el trabajo hecho hasta ahora de intentar demostrar a los haitianos que sabemos utilizar el diálogo, no solo las armas".

Es lo mismo que dice Diana Bauza, una canaria que vino hace unos meses para trabajar con una asociación de profesores voluntarios y que ahora intenta ayudar a organizar a los que se han refugiado en su escuela, y que defiende que se saqueen los supermercados antes de que se pudra la comida. "¿Qué vienen a proteger, lo que es de los haitianos? Si sacan militares a las calles --advierte-- no traerán calma, sino violencia".