Ella no lleva mascarilla. Para qué, me dice, con la dejadez de quien ha tirado la toalla. A sus 40 años, que parecen más de 50, esta mujer haitiana está sentada en el asiento delantero de una desvencijada camioneta y hablo con ella a través de la ventanilla porque, prácticamente, no tiene ni aliento para moverse.

Françoise no está herida. Mejor dicho, su cuerpo no está herido. Su ánimo, su esencia, agoniza delante mío y me resulta muy difícil encontrar palabras que no suenen vacuas. En la parte trasera de la camioneta yace el ataúd de su marido, Frantz Prevent.

Es mediodía en la frontera de Jimaní, el principal paso entre la República Dominicana y Haití. El ritmo, pese a los 35 grados a la sombra, es trepidante. No en vano es el principal punto de tránsito de los heridos que llegan de Haití y de la ayuda humanitaria que entra por vía terrestre al país derruido.

ENTIERRO EN CASA Con un hilo de voz, con el habla esforzada, Françoise me cuenta que su casa, en Puerto Príncipe, se les cayó encima. Literalmente. Y fueron privilegiados, en el sentido de que Frantz, gravemente herido, pudo ser evacuado a la vecina República Dominicana, donde falleció en el hospital. Cuidaron de él, pero ya no pueden cuidar de su cadáver.

Los muertos son de sus naciones, me explican, y solo Haití puede lidiar con los suyos. Así que ayer Françoise estaba obligada a regresar con el cadáver de su marido a su país, donde debe ser enterrado.

Los amigos que la acompañan no se quitan la mascarilla bajo ningún concepto. Las epidemias son ahora el principal fantasma y se percibe que nadie se quiere acercar mucho a Françoise.

Me doy cuenta, me aparto un poco de ella instintivamente y, acto seguido, me siento un poco miserable. Al darle el pésame, me sonríe, mientras se acaricia el Cristo en oro que lleva colgado y que parece que en estos momentos la ha abandonado.

De repente, los gritos nos separan las miradas. Llega un coche particular cargado con varios heridos. La endeble puerta que hace las funciones de frontera se abre y, a la vista, un hombre parece a punto de perder la conciencia con la pierna completamente desencajada.

A su lado, una mujer con la ropa hecha jirones grita de dolor mientras la trasladan a la camilla. La actividad no se para pese a los quejidos desgarradores, como si todo el mundo, en el paso fronterizo, estuviera inmunizado ante unos desgarros que a mí me paralizan.

ENTRADA LIBRE DE HERIDOS La presencia cercana del mayor general retirado del Ejército de la República Dominicana, Luis Antonio Luna, máximo responsable de la comisión nacional de emergencia establecida tras romperse la tierra en Haití, tranquiliza. Pese a que hay que hacer un esfuerzo para creerle tras las dos escenas anteriores, el general asegura que la situación en las fronteras del país está bajo control.

El paso de Jimaní, junto con el de Dajabón, es el más importante. Me pide, explícitamente, que deje claro que no hay ningún tipo de cortapisa para que los heridos haitianos pasen la frontera para ser atendidos, en contra de lo que está oyendo en determinados medios de comunicación internacionales.

Puedo constatar que no existen impedimentos a la entrada de heridos, aunque sí ponen coto al número de familiares que quieren acompañarles.

"No vayas a Puerto Príncipe", me aconseja uno de los militares que custodian la barrera. "Te asustarás". "Y ponte una mascarilla", dice, casi con un tono de mandato, su acompañante.