Llegamos a tiempo para detener el autobús, que salía de la terminal del oeste de Teherán. El iraní consiguió que me dejaran subir, sin tener que dar mi nombre. No pude abrazarle para despedirme. Solo vi sus dedos en V y su sonrisa, mientras nos alejábamos. Lo dejaba en el absurdo de la revolución que devora a sus hijos.

Cuando me senté, a mi derecha se alzaba la torre Azadi, o Libertad, el monumento más bello de esta urbe. Qué alta se veía: como dos antebrazos cuyas manos se unen por las palmas, 50 metros arriba. Yo sí iba rumbo a la libertad. Pero casi una semana atrás, de pie frente a ella, había visto cómo se elevaban las humaredas negras de la resistencia, la cólera de los ciudadanos. Cientos, tal vez miles de ellos, languidecían en prisión mientras yo empezaba mi escapada de Irán. Entre ellos, decenas de colegas míos, iranís y extranjeros.

EL CERCO SE ESTRECHA El cerco se había ido estrechando. Un régimen frustrado, porque trataba de fabricar con la televisión una realidad increíble que no cuajaba, hacía lo posible por deshacerse de quienes lo desmentían: los miles de iranís que rompían el bloqueo informativo con las imágenes captadas por sus móviles y algunos pocos periodistas independientes que informábamos desde la clandestinidad. El ministro de Inteligencia advirtió de que "recoger información, bajo cualquier título o nombre, es motivo de arresto". Para el extranjero, la pena por ser capturado se elevó de la expulsión al encarcelamiento por espionaje. Para el iraní sorprendido con imágenes comprometidas, el castigo es palizas, torturas y procesos kafkianos.

El viernes, temprano, caí en un punto de control de milicianos basijs: detenían vehículos para revisar los teléfonos móviles de los ocupantes. Yo venía en un taxi después de entrevistarme con unas personas que habían grabado en la tarjeta de memoria de mi cámara las fotos de las lesiones que sufrió un chico que fue torturado. Conseguí tirarla por la ventanilla. Los hombres la buscaron en mi cámara y al no encontrarla, trataron de agredirme. En ese momento exhibí el visado en mi pasaporte, alegando que era turista.

Vino un jefe. No me creía, obviamente. Yo no traía artillería pesada, pero sí varios mosquetes de 20 dólares. A un psicólogo le hubiese fascinado registrar los graduales cambios en el humor del tipo: indignado cuando saqué el primer billete, molesto con el segundo, ecuánime con el tercero, comprensivo con el cuarto y mi mejor amigo con el quinto. Ya en plan de coleguillas, insistió en que le regalara mi sexto y último Andrew Jackson (en Irán llaman jomeinis a los billetes de 10.000 riales, por el severo rostro que los adorna).

Antes de dejarme ir, preguntó: "Iran, ¿good?" Esa pregunta siempre demanda --exige-- un entusiasta "¡very good!", y se lo di, pues yo ya no tenía jacksons para compensar un desaire. Su sonrisa fue enorme.

Ahí empezó la carrera. Obviamente, me denunció a Inteligencia. Tres agentes vestidos de civil fueron a mi hotel. Me salvé por los pelos. No puedo dar detalles porque pondría en evidencia a quienes me ayudaron. Tuvieron gestos de enorme generosidad y valentía, cualidades de los iranís que vi muchísimas veces.

Me llevaron a la terminal del oeste. La única forma de evitar el control de las taquillas era detener el autobús en la salida. Bajamos del coche, corrí con uno de ellos, quien paró el vehículo. Y se quedó ahí, en medio del párking, mostrando la V para decirme que la lucha no se acaba.

Yo seguía en peligro. Escogí salir por la frontera más pequeña, más reciente, tan insignificante que ni siquiera llega la señal de telefonía móvil: la de Armenia. Mi plan era viajar nueve horas hasta Tabriz, en el noroeste, y tomar el autobús nocturno que llega a Yerevan, la capital armenia, tras 20 horas de ruta. Pero en Tabriz fue imposible hallarlo.

Tuve que dormir ahí, en un hostal de muy baja categoría. Y el sábado a las seis de la mañana, tomar un taxi hasta la aldea de Norduz, en la frontera. Al oficial iraní de inmigración le pasó algo con mi pasaporte, "¿México?", decía. Fue a la oficina de al lado. Obviamente, no encontró lo que quería. Dos veces levantó el sello para estampar la salida, pero se detuvo. ¡Y por fin lo hizo!

UNA LINEA BLANCA En el puente fronterizo que atraviesa el río Arak, hay una línea blanca que marca el límite entre naciones. Crucé de un pequeño salto simbólico. Sentí un poco de alegría. Y mucha tristeza. Me vino a la mente la torre Azadi. Llegué a la minúscula Armenia a retomar mi vida. A mis espaldas, decenas de periodistas están en prisión. Y millones de personas sometidas a la arbitrariedad mundana de un ayatolá y un exmiliciano fascista. Qué alta se ve la torre Libertad. Qué lejos.