Llegué al pasillo en mi silla de ruedas siguiendo a una cama en la que viajaba mi compañero de aislamiento, al que todavía no conocía.

Una vez dentro de la habitación individual, ahora con dos camas, recordé al médico que en la sala de espera nos decía: «no tengan prisa por empezar el aislamiento, se les va a hacer muy, muy largo».

Y ver esa puerta a un poco más de dos metros, con el calor que hacía en la habitación y una ventana que daba a un patio interior no era la mejor de las noticias. Y eso en un muy buen hospital.

Mi compañero de habitación, Félix, es mayor que yo y tenía un algo mítico para mí: había sido conductor del ALSA. Y eso en Asturias, en mi infancia, en los primeros años de los 70, con puertos como La Espina nevados en invierno era lo más parecido a ser un súper héroe.

Aún tengo grabada una Navidad en Cangas del Narcea en la que nos decían que si no había podido pasar el ALSA tampoco lo podrían hacer los Reyes Magos. De ese nivel estamos hablando.

Y cuando Félix podía sentarse en la cama se veía aún su planta de portero de fútbol. De brazos largos y espigado, estilo Iríbar. Me lo imagino bajo los palos como El Chopo: sobrio, bien colocado, seguro, sin florituras pero eficaz. Como al volante.

Hoy Félix ha salido camino de su casa, ya recuperado, y cuando se despeje toda esta historia espero probar una de sus famosas paellas a la vera del Tajo, en ese pueblo de Molina de Aragón del que hablaba como si fuese el paraíso.

Aislamiento sí, pero en casa

La tarde del domingo vino a verme el doctor y me dijo: «Su situación médica sigue siendo la misma y las razones de su ingreso en aislamiento no han cambiado. Pero han cambiado los protocolos y la situación aconseja que, si es posible, y está de acuerdo, pase su aislamiento en casa».

Por supuesto, no puse ni media pega y di mi conformidad. Supuse que no había sitio y las camas estaban reservadas para casos más graves.

Me explicó que me darían el tratamiento completo que duraría hasta fin de mes, y que si experimentaba cualquier cambio o se disparaba la sensación de ahogo, acudiese directamente a urgencias sin pasos intermedios.

Me anunció que una ambulancia me llevaría a casa y me deseó mucha suerte.

Yo me puse a hacer la mochililla que me habían llevado mis hijos, y Félix, con su experiencia en hospitales, me advirtió que tranquilo, que pasarían horas antes de que saliese por la puerta. Y efectivamente, ya era de noche cuando me subí por primera vez en mi vida a una ambulancia.

Desde entonces, en casa. En mi habitación. Con mi baño. Encerrado, pero escuchando voces maravillosas y cada día con más ganas de salir huyendo hacia la calle.

Seis veces cada día, el termómetro, siempre marcando fiebre incluso bajos los efectos del paracetamol.

Pero lo peor era ese aparatito de nombre diabólico que podía dictar mi sentencia de vuelta a las urgencias del hospital.

El pulsioxímetro, que casi ni pronunciar sé, comenzaba a pitar cuando yo introducía el dedo y sacaba una cifra que nunca era para celebrar. El límite mínimo que me habían dado al principio se había convertido en el dato aspiracional al que jamás conseguía llegar. Y aquello no mejoraba por más que yo intentaba respirar con fuerza. El pitido maldito iluminaba un numerito de dos cifras que en vez de subir, bajaba.

Era el martirio de cada hora de cada día. Y a todas las en punto tenía que hacer el control, desgraciadamente con poco éxito.

Fue lo más duro de estos días de aislamiento y llegué a odiar a un aparato que realmente me podía salvar la vida, aunque yo pensaba que sólo podía complicármela.

Por la mañana y por la noche, la medicación establecida más una pastilla que añadieron mi excelente doctora de cabecera y mi hermano internista, que a cientos de kilómetros comentaban la jugada.

La diarrea se disparó, tal y como me habían advertido, el agotamiento aun hoy se mantiene, aunque voy mejorando, y las ganas de comer (¡albricias!) aún brillan por su ausencia.

Pero el aparatito empezó hace tres días a dar alegrías, y la llegada a la cifra mágica, aunque sólo fuese un segundo, se cantó en mi casa como un gol del Sporting.

Y así se mantiene. Firme y subiendo, aunque despacio, pero siempre por encima del mínimo que la debilidad de mis pulmones había convertido en máximo.

Ahora, incluso un muy desagradable olor que yo llamo el olor del coronavirus, está empezando a borrarse.

Había aparecido en aquellos primeros días antes de San José, clavado en mi nariz. No se parecía a nada que hubiese olido antes, y a veces su llegada me provocaba un respingo.

Pero también está desapareciendo.

Precauciones

A mi alrededor todo hay que hacerlo con extremo cuidado: Mis utensilios de comer se van a un barreño con agua y lejía. Mi ropa, que cambio cada día, se mete en bolsas para llevar a la lavadora. Igual que las sábanas, que hay que lavar por separado y a altas temperaturas. Yo vivo escondido detrás de una mascarilla y toda mi familia (cinco estamos en casa) hace lo mismo cuando me va a ver desde la puerta. Y la enfermera que vive en casa también se mantiene medio aislada en otra habitación para no contagiarnos.

Y así es mi rutina. Todo con cuidado, todo con la cara tapada, todo desinfectado después de tocarlo o acercarlo a mi…

Me han tenido sin móvil porque así lo ha dicho el médico, y no he hablado con nadie en todos estos días, salvo doctores incluido mi padre. Y mi madre, claro, que no iba a dejar pasar la oportunidad.

He tenido también la suerte de contar con el apoyo de los que yo llamo mis científicos, que a través de mi mujer nos han mantenido informados en todo momento de la evolución del SARS-CoV-2, y me han llenado de ánimos y de buenas recomendaciones.

El consejo que han repetido con más insistencia y que por su sabiduría hago extensivo a todos, es que un espíritu positivo y optimista es una de las mejores medicinas para enfrentarse a esta enfermedad.

Y eso ha sido fácil porque a través de mi familia me han llegado tal cantidad de atenciones, cariños, abrazos y besos virtuales, que he confirmado la mucha y muy buena gente que me rodea y siempre está ahí. ¡Gracias!

Ahora yo estoy deseando abrazar, tocar, besar, pasear por la casa…

Hoy me han dejado encender el ordenador y me han dado un par de horas para que escriba rápido esta historia por si a alguien le resulta de utilidad el día que comience su relación con el covid-19.

Lo peor de todo es que hoy también me han abierto la puerta a las noticias. Las malas noticias. Y son muchas. Demasiadas para tan corto espacio de tiempo.

Tantas que yo, que como periodista aprendí a poner todo en duda, especialmente las estadísticas, me pregunto:

Si cada mes desde hace años mueren en España unas 35.000 personas, y a mi casi nunca me afectan directamente y no conozco a casi nadie…

¿Cómo es posible que ahora que el coronavirus ha acabado con la vida de unas diez mil personas -tres veces menos- yo conozca a tantas?

Será mala suerte.

* Director de nuevos proyectos de Prensa Ibérica