Las proposiciones no de ley suelen tener un futuro poco prometedor. Son iniciativas puramente declarativas, en las que el Congreso se limita a instar al Gobierno que haga algo, solo que el Gobierno no está obligado a hacerlo, así que casi nunca lo hace. Pero hay excepciones. En una de ellas se encuentra el germen de la decisión de mayor simbolismo y alcance internacional del mandato de Pedro Sánchez: la exhumación de Francisco Franco del Valle de los Caídos, autorizada el pasado martes por el Tribunal Supremo.

El 11 de mayo del 2017, en uno de los momentos más convulsos de la historia del PSOE, que venía de destituir a Sánchez y dejar que el PP gobernara, el Congreso aprobó a instancias de los socialistas pedir al Ejecutivo que sacara los restos del dictador. La Moncloa reivindica esta iniciativa siempre que puede (salió adelante sin votos en contra, con las únicas abstenciones del PP y ERC), pero su principal responsable rebaja el mérito. «Sería injusto otorgarle mucha importancia. Todo se debe al tesón del Gobierno», explica Antonio Hernando, entonces portavoz del grupo parlamentario. «Veníamos de habernos abstenido en la investidura de Rajoy y se trataba de decir, de acuerdo, nos hemos abstenido, pero hay una serie de cosas a las que no estamos dispuestos a renunciar». Aun así, concluye, no pensaron que la iniciativa fuese a terminar aplicándose.

El fallo del Supremo, que avala la exhumación de Franco y rechaza la reivindicación de la familia de enterrarlo de nuevo en la catedral de la Almudena, en pleno centro de Madrid, supone uno de los últimos pasos de un proceso que debería culminar con los restos del dictador en el cementerio de Mingorrubio, en El Pardo. Apartado, rodeado de monte y no muy grande (unas 500 sepulturas, 2.200 nichos, 1.050 columbarios y medio centenar de panteones), la principal construcción del camposanto es una capilla de color gris en cuyo interior se encuentra la cripta reservada para el cadáver de Franco junto al de su esposa, Carmen Polo. En Mingorrubio se encuentran también los restos de Luis Carrero Blanco y Carlos Arias Navarro, entre otros.

El Gobierno no sabe cuándo saldrá el cadáver del Valle de los Caídos, pero desde que se conoció la decisión de los magistrados, varios policías nacionales custodian el recinto. La imagen resulta inquietante, como si estuvieran allí para impedir el alzamiento de los muertos. Su presencia se intensificará con la previsible llegada del dictador, que sigue sin fecha porque no solo depende del Ejecutivo, sino también de otros actores.

El Supremo, que tiene que notificar la sentencia. La Iglesia, que debe autorizar la entrada en la basílica donde yace Franco, un paso al que se ha comprometido si así lo estimaban los tribunales. Y el juez José Yusty, que en febrero suspendió un informe municipal sobre el levantamiento de la losa de 2.000 kilos colocada sobre el dictador, admitiendo un recurso que, según el Gobierno, «no tiene recorrido» porque solo el Supremo puede suspender una decisión del Consejo de Ministros.

Solo cuando se hayan superado estos escollos, se podrá culminar un procedimiento del Gobierno que comenzó en junio del pasado año. Nada más llegar a la Moncloa, Sánchez, según fuentes de su entorno, llamó a Félix Bolaños, secretario general de Presidencia, y le encargó el expediente para la exhumación. «Pocos asuntos revisten tanta complejidad. Había legislación municipal, autonómica, estatal, europea y canónica que aplicar. Lo hemos resuelto en un tiempo récord», explican en la Moncloa.

El fallo del Supremo, que responde al recurso de los nietos del dictador dando la razón en todo al Gobierno, llega en un momento muy conveniente para Sánchez. A las puertas de las elecciones del 10-N, cuando Pablo Iglesias pone en duda su condición de dirigente de izquierdas y una parte de su electorado puede dudar entre quedarse en casa y votar a Íñigo Errejón, la exhumación será un revulsivo, confían en el Gobierno. La idea es sacar el cadáver antes de la campaña. Si no, Sánchez pedirá el voto para que salga, no sea que vuelva la derecha y el dictador se quede en su «tumba de Estado», donde lleva 44 años junto a sus víctimas.