La discusión sobre la financiación de las autonomías arrastra, todavía, el pecado original de la primera revisión del sistema. ¿Cuál es?. El haber sido moneda de cambio, --cromo, se diría ahora; o "cambalache", como lo bautizó el entonces vicesecretario general del PP, Mariano Rajoy-- para el pacto de gobernabilidad que permitió al socialista Felipe González ocupar sus tres últimos años en la Moncloa.

En el año 1993 las huestes del PP se veían seguras ganadoras de las elecciones de ese año. Tanto fue así, que cuando el escrutinio arrojaba ya las primeras luces de la nueva victoria del PSOE, la cuarta, Javier Arenas, contrariado, insinuó la existencia de un pucherazo. En ese ambiente no sorprende que las condiciones que Jordi Pujol puso a González para pactar fueran tildadas de auténtico chantaje por parte de la prensa conservadora de Madrid (ahí nació la llamada brunete mediática , que bautizaría Iñaki Anasagasti) y por parte de sectores del propio PSOE. Véanse Juan Carlos Rodríguez Ibarra y José Bono. Los primus inter pares de los barones socialistas. Era la época del pájaro en mano pujoliano: la estabilidad del Gobierno era la única manera, decían los nacionalistas, de sentar al PSOE (hasta entonces con mayoría absoluta) en una mesa para hablar de financiación; una estrategia que, por otra parte, enlodó la imagen catalana más allá del Ebro.

El pacto de 1993, visto en perspectiva, era poca cosa, y los augurios de Ibarra, Bono y Chaves quedaron en nada: la cesión del 15% del IRPF no aumentó las desigualdades entre regiones. Hasta ese momento la fuente de ingresos de las comunidades venía señalada por el llamado coste efectivo. El Estado transfería una competencia y el dinero que a la comunidad le costaba realizar el servicio.

En 1996, cuando el PP, esta vez sí, se hizo con la victoria en las urnas, se topó con el mismo problema que González tres años antes: dependía del apoyo de CiU. Los vituperios a la entonces coalición y a su líder (aún en la noche electoral) se tornaron vítores tras el pacto del Majestic, y del "inasumible" 15% del IRPF se saltó al doble, el 30%.

Menos recaudación

Las bajadas de impuestos del PP (al albur de la incipiente burbuja inmobiliaria) forzaron una revisión del sistema en el 2001. Ya se podía tener un 30% si, al bajar los tipos del IRPF, descendía la recaudación. Pujol anunció, ya en 1997, que buscaría un modelo de financiación como el vasco, es decir, el pacto fiscal, y puso a la figura emergente en el panorama nacionalista, Artur Mas, entonces consejero de Economia, sobre el tema. Se ideó entonces la cesta de impuestos: 33% del IRPF, 35% del IVA y el 40% o 100%, según los casos, de los impuestos especiales.

Las aguas estuvieron calmadas hasta que el tripartito llegó al poder. La voluntad de Pasqual Maragall de aprobar un nuevo Estatut trajo consigo una nueva ronda negociadora sobre financiación. Siempre bajo el mismo esquema. Cataluña abre el melón, se negocia con el cuchillo en la boca, se pacta y se extiende el acuerdo a todas las comunidades. Patrón que ha roto Artur Mas, quien se niega a abrir de nuevo el partido y permitir que los catalanes acarreen el sobrecoste en (mala) imagen.

Tras una propuesta de la Generalitat en el 2005, el acuerdo no llegó hasta el 2009 y supuso el traspaso del 100% de los impuestos de Sucesiones y Patrimonio y una cesta con el 50% del IRPF y del IVA y el 58% de los impuestos especiales.