"Pavía llega antes de lo previsto". Eso fue lo único que tuve tiempo de decir antes de que empezara el tiroteo. Se lo susurré a Jordi Solé Tura mientras él se escurría de su escaño, situado al lado del mío, y se tiraba al suelo reclamándome: "Agáchate, Santiago, que te van a dar". Muchos nunca creyeron en el golpe hasta que lo tuvieron encima. Yo sí lo esperaba, pero no esa tarde.

El 23 de febrero de 1981 yo estaba tranquilo. Pensaba que la extrema derecha, la militar y la civil, se había calmado tras quitarse de encima a Adolfo Suárez, que se había convertido en el mismísimo demonio para ellos. Además, aquella tarde iba a salir nombrado presidente del Gobierno Leopoldo Calvo-Sotelo, un político cuyos apellidos evocaban al protomártir de la Cruzada. Tenía claro que esa tarde el golpe no tocaba.

Pero tocó. Estaban llamando a votar al diputado Núñez Encabo cuando se oyó un ruido raro en el pasillo y apareció un ujier corriendo despavorido. Tras él llegó Tejero con sus guardias. Yo le conocía por las fotos que se publicaron cuando hubo otra conspiración anterior, en la que estuvo implicado. Fue cuestión de décimas de segundo, de un instante, pero nada más verlo me di cuenta de lo que pasaba. Es curioso lo rápida que puede ir la cabeza en ciertos momentos. Sentí pena de ver que algo que nos había costado tantos años y sacrificios, la libertad, se nos iba de las manos y España volvía a ser un país bananero alejado de Europa. También pensé en mí: me puse en situación y asumí cuál era mi destino aquella noche, que no era otro que la muerte. Así que me dije: hoy me matan, pero no voy a permitir que se rían de mí, esos no van a humillar lo que yo represento.

No fue por valor

Por eso no me tiré al suelo cuando comenzó el tiroteo. No me quedé sentado por valor, ni por saber manejar mejor el miedo. Fue una cuestión de reflejos, de ver rápidamente, casi de forma instintiva, lo que se nos venía encima esa noche. Otros sí se agacharon, incluso diputados de mi grupo que habían luchado en la clandestinidad y eran auténticos héroes. En la guerra aprendes que cuando suenan los tiros has de agacharte. Yo no me considero más valiente que los que se lanzaron al suelo, muchos de los cuales quizá no habían oído un disparo en toda su vida. Simplemente, yo tuve más lucidez en ese momento para ver lo que pasaba y reaccionar con dignidad. Suárez también tuvo esos reflejos. Y Gutiérrez Mellado, que mantuvo el comportamiento de un auténtico general. Ojalá todos los generales de este país se hubieran comportado como él aquella noche.

Mi escaño estaba situado a la izquierda del hemiciclo, unas filas más arriba de donde ahora se sienta Zapatero, y desde allí podía ver el centro y la derecha de la cámara. Cuando Tejero empezó a disparar tuve la curiosidad de mirar hacia donde estaban Manuel Fraga y el jefe de Fuerza Nueva, Blas Piñar, para observar sus reacciones. Al ver que ambos se tiraban al suelo pensé que no debían de estar al tanto de lo que estaba pasando. Luego miré hacia la presidencia y ya no vi a nadie. Mientras había estado siguiendo el cuerpo a tierra de Fraga y Blas Piñar, toda la presidencia, con Landelino Lavilla y el resto de señorías que la formaban, había desaparecido. Al cesar los tiros el hemiciclo parecía de repente vacío, a excepción de Suárez, Gutiérrez Mellado y Tejero y sus secuaces.

Al instante subió un guardia civil hasta donde yo estaba y me pidió que me tirara al suelo. Yo le contesté que no. Debió de comprender que iba en serio, porque rápidamente me dijo: "Bueno, pero tenga usted las manos sobre el pupitre", que es donde las tenía, porque estaba fumando. El guardia se quedó a mi lado y a los pocos minutos, cuando la gente ya se había reincorporado a sus asientos, empezaron a llamarnos a Felipe González, Alfonso Guerra, Agustín Rodríguez Sahagún, Gutiérrez Mellado y a mí. A Suárez lo habían sacado antes. Me llevaron a la sala de los relojes y allí encontré a González y Guerra sentados contra la pared, cada uno en un rincón.

Curiosamente, no sé por qué, a Gutiérrez Mellado y a mí nos pusieron de cara a la sala, y a Rodríguez Sahagún lo colocaron solo en el centro, junto a la mesa. Al lado de cada uno se apostó un guardia apuntándonos con el Cetme y nos prohibieron hablar. Eran las siete de la tarde. En ese momento comenzaba para nosotros una noche larguísima, tensa y silenciosa. Fue una noche de muchos cigarrillos y aún más pensamientos.

El guardia que sudaba

17 horas dan para darle vueltas de sobra a la cabeza. Al principio trataba de calcular las dimensiones del golpe y me decía a mí mismo que el sector del Gobierno que había quedado fuera de las Cortes haría algo para liberarnos, si conservaba algo de fuerza. Sobre las once de la noche se oyeron pasar unos aviones. Pensé que podían tratarse de nuestros libertadores, pero eran meras especulaciones que iban y venían de mi cabeza, porque era imposible tener la menor idea de lo que estaba ocurriendo fuera del Parlamento. Esa falta de información suponía la peor de las pesadillas de la noche.

De vez en cuando entraba en la sala Tejero con aire muy altivo, nos lanzaba una mirada desafiante, como de gran capo, y volvía a marcharse. El grupo de guardias que nos custodiaba era relevado cada dos o tres horas, pero la actitud de todos hacia nosotros era siempre la misma: sin dejar de apuntarnos al pecho con el fusil y sin intercambiar con nosotros ni media palabra.

Nadie se ocupó de traernos un bocadillo, pero la comida no fue un problema aquella noche. Era difícil sentir hambre o sueño en esas circunstancias. Otra cosa era el tabaco. A Gutiérrez Mellado y a mí se nos acabaron los cigarrillos y aquello sí que fue una mala noticia. Tras unos minutos de incertidumbre apareció un ujier milagroso que había encontrado un paquete de 10 cajetillas en una habitación. Respiramos aliviados, porque con eso teníamos suficiente para hacer frente al resto de la noche. El tabaco se convirtió en nuestro único desahogo.

Alguno tuvo necesidad de ir al baño y lo acompañaron. Yo, si en algún momento tuve ganas de hacer pis, me las aguanté. Pensé: 'Si estos cabrones ven que necesito ir al baño, van a pensar que tengo miedo'. Y si había algo que yo no quería manifestar aquella noche era miedo. Mi figura significaba mucho, esto lo tuve muy presente en todo momento.

De madrugada, ocurrió un incidente. Al guardia que me apuntaba empezó a caerle el sudor a chorros por la frente y se puso a manejar el cerrojo del fusil de manera compulsiva. Los otros vigilantes se dieron cuenta y corrieron a avisar. Al momento lo relevaron y me quitaron de encima a aquel pájaro, que tenía muy mala pinta. Nunca supe si actuaba así por los nervios, pero me dio por imaginar que podía tratarse de un falangista, desviviéndose en pensar en la gran ocasión que estaba desperdiciando para acabar con Carrillo de un tiro.

Esa noche no tuve dudas de que era la última de mi vida. Salí con ese convencimiento del hemiciclo, cuando me llamaron, y esa idea no me la quité de la cabeza en ningún momento. No era la primera vez que miraba de frente a la muerte. Como casi toda la gente de mi partido y de mi edad, había conocido el frente de guerra, había sufrido bombardeos, sabía lo que era oír las balas silbando a un palmo de mis orejas. Eso me hacía estar preparado para morir. Pero lo de aquella noche era diferente.

El pesimismo aumentaba

El 23-F fue más duro que vivir una guerra. Porque en la guerra la muerte te viene de repente mientras estás luchando junto a los soldados, sabes a lo que has venido, tienes la sangre caliente de ese momento, no piensas, actúas. Pero el 23-F tuvimos mucho tiempo para pensar. Y para recordar. Yo me acordé hasta de los versos que había escrito el poeta José Rizal la noche de su ejecución, que había aprendido en la escuela.

A medida que pasaban las horas el pesimismo aumentaba. Quien estuviera maniobrando desde fuera no encontraba la solución. Seguíamos igual que al principio, y esa era la peor señal que podíamos tener. Y claro, empecé a pensar en toda mi vida, en mis familiares, en mis amigos, y también tuve tiempo de acordarme de mis adversarios. En aquellos meses en mi partido había debates desagradables y yo estaba realmente harto de esa situación.

Recuerdos del exilio

Aquella noche, apuntado por el Cetme del guardia, recuerdo que una de las reflexiones que me hice fue: 'En cualquier momento uno de estos se va a venir hacia mí, me va a poner una pistola en la cabeza y va a apretar el gatillo. Ni siquiera me van a fusilar, va a ser rápido, no voy a tener tiempo de darme cuenta ni sufrir. Y qué tranquilo te vas a quedar, Santiago, por fin vas a descansar'.

Ese fue uno de los pensamientos de la noche. Otra idea a la que estuve dándole muchas vueltas tenía que ver con los recuerdos que conservaba de lo que viví en Francia, al comienzo del exilio, cuando encargaron al general Pétain que formara un gobierno títere para capitular con Alemania. Me había sorprendido ver que todos los diputados votaron a favor de Pétain. Yo me preguntaba: si esta noche viene un general y pide la confianza de los diputados a punta de fusil, ¿qué van a votar?

La sospecha venía de la frase que dijo el que entró con Tejero, aquello de que esperaban la llegada de una autoridad militar competente. Yo tenía claro que jamás daría mi confianza, y que Suárez tampoco lo haría. Pero, ¿y los demás, muchos de los cuales jamás habían sentido un fusil apuntándoles, qué harían? Luego nos enteramos de que mi sospecha no iba desencaminada, que el general Armada había llegado hasta la puerta del Parlamento para pedir la confianza y formar un gobierno de unidad nacional y Tejero le había parado los pies diciéndole que él se había sublevado para que mandara una junta militar, no un gobierno donde iban a participar comunistas como Tamames y Solé Tura.

Tengo el convencimiento de que Tejero dio el golpe y él mismo lo hizo fracasar. Igual que sé que si Armada llega a entrar en las Cortes y forma ese gobierno de unidad nacional habría durado tres días. Al final, el poder habría acabado en manos de una junta militar y hasta el Rey podría haberse visto huyendo del país como su pariente el de Grecia.

Si había alguna posibilidad de parar aquello, y en lo personal de salvar mi pellejo, sabía que estaba en manos del Rey, como así fue. El día siguiente al golpe nos reunió a los líderes de los partidos y nos contó que esa noche había telefoneado a capitanes generales, jefes de división, coroneles y altos mandos militares para asegurarles que no apoyaba el golpe y ordenarles que se mantuvieran en su sitio. También nos contó que hubo un coronel que le contestó: "Le voy a obedecer, pero qué ocasión estamos perdiendo".

Mi mujer en la puerta

Pero eso fue el día siguiente por la tarde. En la mañana del 24 el Congreso continuaba tomado por Tejero y los que estábamos en la sala de los relojes seguíamos apuntados por fusiles. Con los vigilantes no había habido ocasión de intercambiar ninguna impresión a lo largo de la noche, pero con el último relevo, ya por la mañana, el ambiente era diferente. Nos comentaron que estaba gestionándose una solución y el que me vigilaba me dijo que mi mujer había estado por la noche en la puerta del Parlamento. El que acompañaba a González le contó que era de un pueblo próximo al suyo. Ese cambio de tono nos hizo pensar que realmente había una solución en camino.

A las doce nos sacaron de la sala y nos devolvieron al hemiciclo, ante las caras de sorpresa y alegría del resto de diputados. Suárez también estaba de nuevo en su escaño y la presidencia había vuelto a la formación inicial. En ese momento Landelino Lavilla levantó la sesión, como si se tratase de un pleno rutinario, y salimos a la calle entre un montón de guardias civiles.

Ya en la calle, yo lo único que deseaba era saber. Ni siquiera estaba cansado o con hambre. Me dirigí a la sede del comité central del Partido Comunista para que me contaran qué había ocurrido. Si ellos deseaban saber cómo estaba yo, mi necesidad de conocer lo que había pasado afuera era mayor. Y hemos conocido muchos detalles en estos 30 años, pero no todos. Nunca se ha contado el verdadero alcance del golpe, ni se han identificado a todos los que estuvieron detrás. No solo militares, también civiles. Al día siguiente del 23-F tuve que saludar a personas que sabía a ciencia cierta que habían estado implicadas. Eso es lo que, 30 años después, aún no se sabe. Lo que se ha preferido no saber.