El martes pasado, en el Congreso de los Diputados, las principales fuerzas, incluido el PNV, subscribieron un acuerdo sobre cómo gestionar el final del terrorismo de ETA. Entre otras cosas, el documento, que llega cuatro meses después del anuncio hecho por la banda del cese definitivo de la violencia, abre la puerta a la reinserción de los presos de la organización terrorista. Habrá que ver en qué términos se concreta el acuerdo político alcanzado esta semana, que cabe interpretar, sin lugar a dudas, como un paso en la buena dirección.

No parece probable, sin embargo, que el Gobierno presidido por Mariano Rajoy altere el requisito exigido por la ley penitenciaria, relativo al arrepentimiento individualizado y la solicitud de perdón de los condenados por delitos de terrorismo. Tal elemento, sobre el cual el ministro Jorge Fernández Díaz ha venido insistiendo en las últimas fechas, me ha causado siempre una aguda perplejidad. Intentaré explicarlo a continuación.

El arrepentimiento y la petición de perdón están directamente conectados con los sentimientos de las personas, en este caso, los de los presos etarras. Con su consciencia moral. Uno se arrepiente o no se arrepiente, uno anhela el perdón o no lo anhela. En la medida en que ambas cosas forman parte de la irreductible intimidad del individuo, se hace imposible saber si tal persona o tal otra es sincera al confesarse arrepentida o al pedir perdón por todas las fechorías cometidas.

Cuando la Administración premia el arrepentimiento y la demanda de perdón, la situación se complica más todavía si cabe, toda vez que se multiplican las dudas sobre la sinceridad de tales manifestaciones. ¿De qué les puede servir a las víctimas o a los familiares de las víctimas que alguien manifieste arrepentimiento o pida perdón bajo este tipo de condiciones? En mi opinión, de nada o de muy poco.

Para que realmente el arrepentimiento y la solicitud de perdón puedan tenerse en cuenta debemos creer que son sinceros. Resulta, pues, una contradicción flagrante premiar a los presos etarras por hacerlo y castigarlos por no hacerlo. A mi modo de ver, si efectivamente se pretende que alguien diga algo con valor de verdad, lo primero que hay que hacer es no presionarlo en un determinado sentido. Lo mismo cabe afirmar de cuando se reclamaba a los miembros de la llamada izquierda aberzale que condenaran el terrorismo si no querían ser ilegalizados.

Una explicación razonable es que, al elaborar la ley, en verdad se persiguiera otra cosa. Es decir, que, al exigir que para acceder a beneficios penitenciarios el preso etarra expresara arrepentimiento y pidiera per- dón a las víctimas, no se buscara eso en realidad, sino que se anduviera tras otros objetivos distintos y no explicitados. Por supuesto, no excluyo que tales otros objetivos pudieran ser legítimos. Lo desconozco.