De entre las muchas definiciones que sobre educación he leído y escuchado, me quedé hace años con una de Ginés de los Ríos que dice: «La educación es la herramienta que ayuda a las personas a gobernar con sentido sus propias vidas». Me gusta especialmente este concepto de educación porque coincide plenamente con el mío.

Desde mis primeros pasos en el magisterio comprendí algo trascendente que he tratado de seguir fielmente a lo largo de mi vida profesional: educar es algo más que instruir a los alumnos a base de contenidos conceptuales, a fin de que sepan y aprendan mucho sobre determinadas materias. Educar ha sido siempre para mí el arte de crear, de abrir, despertar mentes para que, desde la autonomía y libertad, puedan regir, administrar, gobernar sus propias vidas. 

Y desde esta concepción de educación, el maestro, el educador en general, deja de ser un mero instructor para convertirse en el guía que, marchando a la cabeza, despeje caminos, facilitando así nuevos y dilatados horizontes, creando, en definitiva, escenarios nuevos, significativos y válidos.

Pero he aquí que esta ardua tarea por un lado, y maravillosa por otro, lleva implícita una urgencia: ir, día a día, dando respuestas a las demandas de la sociedad para formar individuos críticos y autónomos como ya hemos dicho. Pero he aquí que en esta vorágine de cambios que vivimos, nuestros métodos han quedado totalmente obsoletos y poco o nada aportan ya al aprendizaje. Y esto nos viene dado, ante todo, por una realidad incuestionable: los alumnos de hoy poco o nada tienen ya que ver con los alumnos de ayer.

Nuestros jóvenes y niños pertenecen a otra generación, son hijos de la posmodernidad cuyos atributos viven plenamente y que, en el terreno de la educación, significa la muerte del estudiante pasivo y únicamente receptor y del docente rutinario y aburrido.