Hoy toca enfrentarnos a un tema polémico en estos días y como pasa casi siempre «a pie de calle» en el sentido que se comenta, se critica, etcétera, la mayoría de las veces sin tener idea, sin profundizar en el tema, y casi siempre por opiniones de inexpertos que cunden como la pólvora.

De sobra saben los lectores de esta columna que no me caso con nadie y que son muchas las críticas que semana a semana vierto sobre este sistema de exámenes desde los seis años, tareas, libros, burocracia, exigencias inútiles a los maestros, etc. Pero el tema de hoy, la ley por la que los alumnos con asignaturas pendientes pueden promocionar al siguiente curso, requiere una sosegada y objetiva reflexión.

Hace años, muchos, que dejé la enseñanza presencial en las aulas, lo que para nada ha supuesto alejarme del tema tan transcendente al que he dedicado mi vida: la educación. Y desde mi larga, muy larga experiencia, he podido comprobar cómo el tema de los repetidores ha supuesto un estorbo, una rémora, un gran problema del que hemos pretendido librarnos como si de apestados se tratase.

Y todos los adjetivos giraban en torno a sus atributos: vagos, torpes, etc. Por supuesto, alumnos marcados, acomplejados, marginados, con el apelativo para los restos de repetidores.

Una cuestión que me lleva a la siguiente reflexión: ¿Me gustaría que uno de mis hijos circulara con el estigma social de repetidor? ¿Que le queda una asignatura, dos pendientes? Sin duda recuperación, atendidos por profesorado destinado a tal fin. Y no pasa nada. En mis aulas he tenido repetidores que hoy día han logrado grandes carreras universitarias. Todo antes de permitir que un alumno se hunda con su título de repetidor. Y como siempre, los padres tienen que arrimar el hombro. Y para terminar añado que no debería pasar nada porque un alumno repitiera, pero lo triste, lo lamentable es que sí pasa.