No hace mucho vi un reloj algo especial y me lo compré. Después, examinándolo detenidamente y pensando qué me había llevado a tan innecesaria y repentina adquisición, concluí que tenía detalles muy especiales. Por ejemplo, esfera pequeña, de números diáfanos, exultantes... Una corona circundante, suavemente convexa, plateada y con chispeantes irisaciones, fuerte, ligera... Una correa segura, práctica... Todo evocaba ficción, sueños, realidades distintas... Sí, mi reloj, de forma casi provocativa, apuntaba a un mañana, a un futuro...

Definitivamente se trataba de un reloj futurista. Los indicios eran irrefutables: práctico, potente, de sutil elegancia, presto, cual platillo volante, para recorrer universos, para medir tiempos transcendentes y exactos en el progreso...

Y una reflexión, una especie de manifiesto desplegó como bandera, izándose reivindicativa y hasta justiciera en mi desconcertante descubrimiento.

Entonces pensé que también los niños de hoy, de forma rotunda e inequívoca, presentan rasgos futuristas que habría que considerar con gran responsabilidad para colaborar en un desarrollo eficaz y exitoso.

Sí, rasgos que no vemos porque habría que detenerse en ellos como yo hice con mi reloj, rasgos, semblante, claros indicios que apuntan hacia un certero blanco, se orientan hacia la provocativa diana del futuro, cuyo centro es el hombre nuevo, nacido ya, creciendo ya entre nuestras arcaicas letanías de reproches y hasta insultos, al comprobar que se nos escapa, con su rebeldía, independencia, autonomía...

Y que el camino de siempre, la educación, se torna en una suerte de conflicto que nos enfrentan pero sin ir a ninguna parte y que termina por agríar nuestras ajadas expectativas , que no son otra cosa sino los perfiles que definen y proyectan la imagen del mundo que se nos avecina.