Siempre he recordado, y más en estos tiempos, y me resulta incomprensible la anécdota de mi infancia en la que por tímida, silenciosa y buena, era víctima de un grupo de niños que, al salir del colegio, me acechaban por las esquinas y se me abalanzaban en divertido trance para ellos, y tal horror para mí que apenas salía de casa. Jamás dije una palabra a mis padres ni a nadie, pero lo pasaba tan mal que, a veces, llegaba vomitando. Bueno, pues aquello, tantas veces recordado como cosas de la infancia, ha pasado inconscientemente a ser considerado por mí como auténtico acoso, con lesiones de pellizcos, tirones de pelo, patadas, etc.

Y me viene esto al caso de que un día y otro oímos, vemos madres que con partes de lesiones acuden a los centros escolares a pedir explicaciones y sobre todo responsabilidades e idemnizaciones. Por supuesto que en alguna ocasión, por desgracia, la sangre ha llegado al río, pero creo que obedece a una tipología de niños, tanto agresores como agredidos, que los padres deben conocer, vigilar... por supuesto también los maestros, y así prevenir y evitar posibles consecuencias.

Lo normal es que los niños corran, se caigan, se peleen y a veces se hagan daño. ¿A quién se denuncia cuando dos hermanos se dan bocados, se pegan, tiran de los pelos, se caen, se hacen chimbombos, cardenales, etc.? Y eso ocurre, a diario, delante de nosotros, en nuestra casa.

¡Claro que tanto padres como maestros tenemos que vigilar!, pero no podemos evitar el roce normal que se produce en el proceso de socialización. Las relaciones humanas son siempre conflictivas y la superación pacífica de estas situaciones hay que propiciarla precisamente creando ámbitos de convivencia, justicia y libertad, y no amenazando a maestros y centros escolares con partes de lesiones.