Hace unos días, entretenía a mi nieto de año y medio dejándole que practicara su deporte favorito: aporrearme, que no peinarme, con un peinecillo que me saca del bolso nada más verme. Hubo un momento en el que descubrió un cabello entre los dientes del peine y con sumo cuidado lo cogió y me lo colocó de nuevo sobre la cabeza. Es decir, en su sitio. Sinceramente, me sorprendió, ya que un niño tan pequeño practicaba el más absoluto orden, tal y como él lo concebía.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de cómo en tantos años creo no haber dedicado un artículo a este importante valor tan necesario para el desarrollo del niño. Pienso que, como en casi todo, la genética juega un papel importante porque a tan corta edad es difícil imaginar que se hayan adquirido tales hábitos.

No obstante, una vez más, tengo que reivindicar el ejemplo que, sobre todo los más pequeños, reciben en su casa y que aquel refrán, desde chiquito se cría el arbolito, sigue estando en vigor en todo lo referente a educación. El orden proporciona, a cualquier edad, seguridad y confianza. Saber dónde está cada cosa, respetar un horario establecido, etc. Vivir, en definitiva, bajo el paraguas de una vida ordenada, no solo relaja sino que fomenta y facilita la convivencia familiar. Los padres, pues, deben ser los primeros que practiquen dicho valor y lo enseñen: recoger juguetes, ordenar sus cajones, guardar sus ropas, etc., deben ser prácticas diarias y usuales, a pesar de la resistencia que, por lo general, los pequeños presentan y que los padres, en aras de rapidez y evitar enfrentamientos, suelen hacer sin más.

El ejemplo, la práctica y la constancia son indispensables. Lo dijo Pitágoras: Con orden y tiempo se encuentra el secreto de hacerlo todo, y de hacerlo bien. Sin duda alguna, la clave de la eficacia, la paz y el bienestar es el orden de las cosas y el orden de la mente.