Esta crisis guarda muy pocas similitudes con otras que podamos recordar. De una parte, por su intensidad y duración: llevamos más de cinco años, no se ve aún la salida y, por ejemplo, el desempleo se sitúa por encima del 25%, y sigue aumentando. De otra, porque va mucho más allá de la economía: ya nadie puede negar que estamos viviendo una profunda crisis política e institucional.

Pero, además, hay características menos obvias que la agravan y que pueden ser síntoma de una cierta transformación social, y antesala de un conflicto mayor. Me refiero a la sensación dominante de que vamos a peor. En todas las crisis que recuerdo, pese a sus momentos de dramatismo, se creía en una tendencia de fondo positiva. Hoy no es así. Y la mejor muestra es que salir del agujero del paro e incorporarse al mundo laboral no garantiza la suficiencia económica ni la dignidad. Si a ello le añadimos la perspectiva de más ajustes y recortes, millones de ciudadanos empiezan a renunciar a la posibilidad de, lo que se consideraba, una vida digna.

Hace pocos años, ser mileurista era propio de una persona desafortunada, condenada a trabajar para la mera subsistencia. Hoy, acceder a los mil euros empieza a ser considerado ya como una suerte. Pero esta dinámica no es exclusiva de España, ni de países como el nuestro, donde hemos de transitar por la denominada devaluación competitiva --reducción de precios y salarios-- para ganar competitividad, dado que no podemos devaluar. Algo similar acontece en la misma Alemania, donde una buena parte de los millones de ciudadanos ocupados en los minijobs necesitan recurrir a servicios sociales para alimentarse y sobrevivir.

Se argumenta que es consecuencia de la globalización y la incorporación de países, ayer tercermundistas, al comercio y las finanzas sin fronteras. Y, también, se señala que en circunstancias tan adversas de lo que se trata es de generar empleo, como sea. Ambos argumentos son comprensibles pero no deben ser determinantes a medio plazo. Por ello, lo que no se entiende es que la Unión Europea, la primera potencia económica mundial, contemple pasivamente esta dinámica sin plantearnos, a nivel europeo, qué debemos hacer para preservar lo que da sentido a nuestra sociedad: garantizar un mínimo de dignidad a los ciudadanos.

Quizás otras culturas, como la norteamericana o, incluso más, las asiáticas, soportan condiciones de vida más duras a cambio del sueño de, un día, hacerse millonarios. O, quizás, asumen con naturalidad un sentimiento trágico de la existencia. No es nuestro caso, ni tiene por qué serlo. Evitarlo depende solo de nosotros. ¿No podemos ir pensando todos los europeos como garantizar lo que tantos siglos costó conseguir?