He tenido ganas de llorar y, sin exagerar, hasta se me han enrojecido los ojos mientras subía en coche hasta la cima de Orcières-Merlette. No era mi puerto, no era mi Tour y me ha invadido una inmensa tristeza. Nadie, absolutamente nadie, en las cunetas como si fuera una carrera ciclista de tercer grado, de las que se disputan en invierno, de las que molestan a los vecinos de los pueblos afectados por el recorrido porque no los dejan circular por las carreteras donde transitan habitualmente.

Han cambiado el Tour. Y no tienen la culpa ni los organizadores, ni el deporte, ni las autoridades francesas. El culpable es un puñetero virus, que en Francia rebrota como en España; desde este martes, el uso de la mascarilla es obligatorio en todo el territorio francés, aunque cuando pasas por pueblos y ciudades y miras a la gente parece que no se hayan enterado de la nueva normativa. Las carreteras están cerradas al público. Solo cuatro cicloturistas, que aún están de vacaciones o se han pedido el día libre, ascienden a Orcières-Marlette con sus bicis... y unos cuantos invitados, pocos más bien, que suben en unos autocares escolares que han puesto a su disposición.

PRADOS VERDES Y SIN VACAS

Solo se ven prados verdes, vacíos, por no haber, no hay ni vacas, y muchas vallas, demasiadas, esas vallas donde cada mes de julio se agolpan miles de personas. Solo sale la gente del pueblo cuando pasa el Tour, aunque con el detalle de haber decorado las calles. No hay caravanas, ni será necesario realizar un convoy de desalojo, porque de lo contrario no bajas, como ha pasado tantas y tantas veces en las llegadas más importantes de los Alpes o los Pirineos.

La consigna es llegar a París, gane quién gane, da lo mismo. Que no haya sobresaltos, que el virus no toque las narices. Y, evidentemente, con las cunetas llenas, por mucha mascarilla que lleven los aficionados, el riesgo de contagio aumenta y los datos serían letales para el Tour. "¿Dónde cree que enfermó usted?", le preguntaría un rastreador, que por aquí también existen, a un contagiado. "En las vallas, cuando fui a ver el Tour". Y si estas respuestas fueran aumentando quizá no quedaría más remedio que detener la carrera.

SIN COLAS, ASCENSO FLUIDO

Pero cuando se ha subido tantas veces, tantos años, cuando casi se quemaba el embrague si no conducías un coche automático el nuevo aire de la Grande Boucle desespera. El público no dejaba pasar a los coches precedentes y se formaban unas colas impresionantes subiendo a 10 kilómetros por hora. Había tantos pelotones ciclistas que parecía que, al margen de la carrera oficial, se estuviese asistiendo a una segunda prueba cicloturista. Se olía la carne que se asaba en las barbacoas, los cánticos de los espectadores, los aplausos que también recibían los coches seguidores.

Todo esto ha pasado a la historia, se ve a un chica aplaudiendo, se ve a un hombre, posiblemente jubilado, leyendo un libro y tumbado en una hamaca, se ve a un padre con dos niños que sorprendentemente se han saltado el primer día de clase oficial en Francia y sí, pequeños grupos, cuando pasan por los pueblos o en la meta. ¿Y qué más se ve? Un paisaje triste, desolado... este no es mi Tour, el coronavirus lo ha cambiado.