La sonrisa irónica, el humor contagioso, la anécdota certera y el carisma poderoso de Michael Robinson se han apagado para siempre. El exfutbolista goleador que se coronó campeón como comunicador ha fallecido este martes a los 61 años víctima del cáncer que le fue diagnosticado en octubre del 2018. El deceso fue comunicado por uno de sus hijos a través de la cuenta de Twitter del propio Robinson.

Era el hombre que llegó a España sin saber a dónde iba (célebre es su infructuosa búsqueda de 'Osasuna' en un mapa junto a su mujer cuando le dijeron que había sido traspasado al club navarro) y que, después de más de tres décadas, acabó considerándose más español que inglés; era un fantástico contador de historias, Michael Robinson. "Mi padre me dijo una vez que yo era bueno tratando con la gente, y si hay algo que abunda en el mundo es gente", explicaba a su manera por qué era apreciado por todos y caía bien allá donde iba. A Cádiz, por ejemplo, llegó como accionista del club y terminó siendo nombrado hijo adoptivo de una ciudad en la que casi todo el mundo, decía, "es gracioso sin esforzarse en serlo". No le costaba definirse como "gaditano de corazón".

Había nacido en Leicester el 12 de julio de 1958, mientras a miles de kilómetros se celebraban los Sanfermines. Fue el día en que, según recogen los anales, se dio el encierro más largo de la fiesta pamplonesa: media hora estuvieron un 'miura' y los mozos mareándose mutuamente hasta que el toro entró en la plaza. Por los quiebros del destino, en esa ciudad acabaría recalando muchos años después (1987) aquel Michael que venía con una Copa de Europa bajo el brazo, nada menos. La había ganado en 1984 con el Liverpool de sus amores, ese Liverpool al que ya nunca podrá ver como campeón de la Premier, ahora que ya casi tenía el trofeo cogido por las dos asas.

Aquella final de Roma era uno de los muchos caladeros donde Cats, que así lo llamaban sus compañeros en Anfield, pescaba su anecdotario, fértil y bien contado como pocos. Solía recordar que le temblaban las piernas ante la posibilidad de tirar un penalti en la tanda que había de decidir el título. No hizo falta porque otro en el que nadie confiaba, Alan Kennedy, anotó el decisivo mientras el portero Grobbelaar con sus payasadas ya había minado la confianza de los rivales, que fueron malogrando sus lanzamientos.

Con la camiseta roja estuvo poco tiempo (se fue tras dos temporadas: como competencia tenía por delante a Dalglish y Rush) pero se impregnó de la ética y la mística de uno de los clubs con más literatura del mundo. En su época el entrenador era Joe Fagan, de quien recordaba que antes de los partidos les decía unas palabras mágicas en el vestuario, mientras afuera ya rugían los fans: "No olviden que esta gente gana su dinero con mucho esfuerzo y han decidido gastárselo en amarles. Ámenlos ustedes también, por favor".

En Pamplona Robin se puso a sí mismo en el mapa. Él no era una estrella y el Osasuna no daba para mucho lucimiento, pero supieron brillar juntos. Se tuvo que espabilar y exprimir sus habilidades sociales porque en aquella Pamplona, recordaba él, casi nadie hablaba inglés. En sus balbuceantes inicios con el castellano no se libró de la novatada y alguien del equipo le dijo que en una iglesia había que gritar "la hostia puta", cosa que hizo para pasmo y persignación de unos y risas golfas de otros. No le costó integrarse y empezaron a caer los goles, que a menudo celebraba con un gesto taurino.

A falta de finura, era listo y fuerte, y muy bueno con la cabeza. "A Robinson le centras un cochinillo al área y te lo remata", dijo de él César Menotti, que en aquellos tiempos dirigió (brevemente, por supuesto) al volcánico Atlético de Jesús Gil. También logró jugar 24 veces con la selección irlandesa (el salvoconducto ancestral vino de la mano de una abuela que había nacido en esa otra isla) hasta que una rodilla derecha le hizo descarrilar del fútbol prematuramente, a los 31 años.

Pero el fútbol siguió siendo su vida. Le gustaba demasiado, tanto que decía que sus contrapartidas y defectos, por ejemplo los errores arbitrales, eran "como unas pequeñas arrugas en la cara de Paul Newman: no son suficientes para estropear su inmensa belleza". Le gustaba y, además, le permitía vivir bien: "Soy muy afortunado, tengo 52 años y nunca he dado un palo al agua", dijo en su día en una entrevista con 'Jotdown'. Pero ya será menos. Con las botas colgadas cruzó el umbral y pasó de actor de la historia a ser uno de quienes la contaban. Con ópticas, palabras y acentos insólitos, eso sí, pero que cuajaron de inmediato. Al principio comentaba partidos de la Liga inglesa en TVE, con la que cubrió el Mundial de Italia-90. Hasta que Alfredo Relaño le vio el qué y le echó el lazo para el naciente Canal Plus.

El 'guiri', como a veces se autodenominaba, formó una muy duradera pareja con Carlos Martínez como narrador en 'El partidazo del Plus'. Trotaron por toda España durante décadas, siguiendo la Liga y compartiendo cenas y algún que otro gintonic en las desangeladas noches de domingo. "He pasado más tiempo con Carlos que con mi mujer", admitía Michael. Su peculiar habla ("muy bien por 'la' parte de Butragueño") y la incorporación de algunas frases a la jerga futbolera ("la ha metido por donde duermen las arañas", decía cuando un balón entraba por la escuadra) consolidaron a aquel inglés simpático como 'uno de los nuestros' en el imaginario del aficionado español. Pero es que no era solo gracioso y ameno, es que veía el fútbol de una manera preclara, y sabía transmitirlo. Le tocó contemplar y explicar al gran Barça de Cruyff y luego al de Guardiola, sendos monumentos ante los que era fácil extasiarse y ser generoso en el elogio. Por hacerlo, solían tacharlo de partidista y de culé.

Su vena humorística creció libérrima en 'El día después', un hito en los programas deportivos españoles, en especial la sección 'Lo que el ojo no ve', compendio de miradas torcidas e hilarantes de la trastienda de los partidos. Tal vez su único pinchazo profesional fue 'Maracaná', en Cuatro (año 2005), un intento fallido de conjugar sus muy particulares mañas con el 'show', junto a Paco González y Carlos Latre. Frunció pronto el ceño ante el cariz del programa y se apartó a las dos semanas. De aquella decepción salió fortalecido con un nuevo espacio, tan personal que hasta lleva su nombre: 'Informe Robinson'. Grandes reportajes desempolvando historias dignas de ver la luz que le valieron el reconocimiento generalizado, y uno muy concreto, el Premio de Periodismo Manuel Vázquez Montalbán del 2017.

Casado con Christine, deja dos hijos, una chica y un chico. Un desprecio al chico, Liam, fue el motivo de su desagradable final con el Osasuna, el club que lo trajo a la Liga. En una visita a El Sadar, adonde iba como comentarista, pactó que el niño (entonces tenía 7 años) saltara al campo de la mano del capitán del equipo, pero en el último instante el club lo impidió. "Eso no lo podré perdonar nunca", recordaba con disgusto. Fue uno de los pocos capítulos agrios de sus tres décadas españolas, que dejó plasmadas en un libro de memorias apenas futbolísticas, 'Es lo que hay... Mis treinta años en España' (Editorial Aguilar, 2017).

Siguió hasta el último momento con las transmisiones de los partidos junto al inseparable Carlos Martínez, más Julio Maldonado y Mónica Marchante, un equipo estable, compenetrado y brillante que elevó el fútbol desde la televisión y pierde ahora a uno de su baluarte más querido y singular. El inglés, el guiri, Robin.