La pandemia del coronavirus ha paralizado por completo la actividad deportiva. Bartolomé Dobao, jugador del equipo Córdoba Patrimonio Atómicos en silla de ruedas, reflexiona sobre el cambio brusco en las relaciones humanas y confiesa su incertidumbre ante el futuro.

Lo que antes era

Lo que antes era Mezquita, Puente Romano y Calahorra, ahora no es más que cuatro paredes no correlativas donde cohabitan el desorden, la electrónica en forma de píxeles y mi incontinencia por ahora -y hago hincapié en ese por ahora- contenida.

Lo que antes era "qué pasó bruuuuh", "¿estamos todos?, ¿le damos?, es que se va a ir el bicho, si se dice por Telegram a una hora es a esa hora", "buenos días... sí, anoche estuve hasta las tantas por ahí y esta cara es el reflejo de cómo voy a estar hoy en el entrenamiento", "gafas, ¿vosotras me queréis?" o "qué pasa amigo, lo de siempre, durum de pollo sin tomate" de forma automática y presencial, ahora se ha vuelto quimera, deseo, necesidad... Ahora hay poco más allá de escribir de mala gana sobre un teclado predictivo "aquí hasta los h... de estar en casa".

Lo que antes eran mis caminos predefinidos e inalterables para ir a El Arcángel a ver al Córdoba CF o mejor dicho lo que queda de él, a Vista Alegre para ver al Córdoba Patrimonio de la Humanidad y saber que se salvará, a Fidiana a entrenar con mis Atómicos, o mis rutas de farmeo intenso de Pokémon, han dado paso a tener que ver desde mi habitación cómo la batería de mi nueva silla de ruedas puede estar deteriorándose debido al desuso, para acto seguido salir al salón de casa y, que entre noticia sobre coronavirus y noticia histérica sobre coronavirus, contactar visualmente con Groudon, mi vieja silla de ruedas, esa que me ha visto sonreír y emocionarme tras ser campeón de España, y apuntar al cielo con mirada de duelo retando a la luna en noches muy devastadoras. La veo ahí, está ahí, con tantas vivencias a nuestras espaldas y muriendo lentamente.

Lo que antes era desaparecerme en las callejas de la ciudad más bonita para perderse y pararme en cualquier lado a escribir poesía, o simplemente escribir ahora no es más que redactar estas líneas con la sensación de que mientras lo hago estoy una hora más cerca de por fin caer de la cama -y llegar al suelo o no- en esta pesadilla que parece no querer terminar, y la esperanza de tal vez poder estar haciendo algo bello de semejante atrocidad que se está convirtiendo en la pérdida de nuestros seres queridos, en la pérdida de la noción del tiempo, en la pérdida de nuestra libertad pero sobre todo en la pérdida de la paciencia más grande a la que nos hemos enfrentado.