La enloquecida vida del Córdoba en los últimos tiempos ha traído -además de un surtido catálogo de calamidades deportivas y escandalosas gestiones- un efecto colateral de hondo calado: la ausencia de líderes. Fabricarlos en casa ha sido una tarea imposible. El trasiego de directores deportivos, entrenadores y proyectos ha transformado El Arcángel en una pasarela de medianías y un escaparate formidable para quienes destacan y, como consecuencia, progresan. Y se van, claro. El ansia natural del hincha por aferrarse sentimentalmente a pilares de su equipo ha llevado a situaciones aberrantes. Se ha colocado en pedestales a auténticos mercenarios que en cuanto pudieron coger la puerta lo hicieron sin miramientos, decoro ni vergüenza. No hay que remontarse muy lejos en el tiempo para encontrar ejemplos.

La historia reciente del Córdoba ha traído variados intentos de dotar de rango a un vestuario en permanente reforma. A falta de producto local -aunque ahora tiene al recuperado Javi Flores, un hijo pródigo treintañero-, llegaron leyendas del Sevilla -el añorado José Antonio Reyes, un icono por siempre-, del Osasuna -Flaño, que se retiró con un descenso- y ahora del Extremadura, tras reclutar en el mercado invernal a Willy Ledesma. El efecto leyenda no garantiza resultados, pero sí provoca un arreón de orgullo a quienes son, al fin y al cabo, los que sostienen este tinglado: los aficionados.

El fichaje que se avecina se ajusta a ese perfil. Si no es una leyenda, se le parece mucho. Y seguro que lo será si con su aportación consigue el Córdoba cumplir el propósito de la temporada: ascender. Federico Piovaccari está otra vez en la puerta del club de su vida. Y El Arcángel necesita héroes.