A las 16.38 horas la Tierra dejó de girar. Se detuvo sobre las montañas de Innsbruck y envió una señal a modo de arcoíris para coronar como campeón del mundo de ciclismo a Alejandro Valverde. Era su mundial y no falló. Era la última oportunidad y no la desaprovechó, en su mejor esprint -y mira que ha hecho a lo largo de casi dos décadas de carrera—, a los 38 años, el ciclista al que llamaban ‘El Imbatido’ en su época de juvenil, conquistó el campeonato por el que tanto había luchado.

Un francés llamado Romain Bardet, con un país entregado a sus pedales, porque toda Francia cree que tiene el Tour en sus piernas, peleó con Valverde hasta la misma línea de llegada, con un canadiense, Michael Woods, pisándoles los talones, y un holandés, que también tiene un Tour en su chistera, Tom Dumoulin, demasiado cansado para privar al ciclista español del triunfo.

El más rápido, el más veterano

Era el más rápido, el más veterano, el que más conocía este deporte, y no se podía dejar vencer. Ya se le escapó un Mundial -a él y a Purito-, en Florencia, en el 2013, y casi estuvo a punto de ganar otro, en Madrid, en el 2005. Esta carrera tenía, debía, estaba obligada a recompensarlo. Y el ciclismo, además, estaba en deuda con él. Por eso, lanzó el esprint desde más de 100 metros. En Innsbruck. O nunca. Y ganó. Y lloró, porque los héroes también lloran, y ahora durante un año podrá exhibir por las carreteras de medio mundo el jersey arcoíris que se colocó mientras Peter Sagan le colgaba al cuello la medalla de oro por su título universal.

Era el Mundial más duro en año, al menos desde que Abraham Olano ganó por delante de Miguel Induráin, el de Duitama, en Colombia, en 1995; cuestas y más cuestas, la última, con una rampa del 28% a solo seis kilómetros de la meta. Valverde había avisado. Era un Mundial para tener paciencia, para no atacar desde lejos, para que una fantástica selección española le controlase la prueba, sin inquietarse ante fugas que no iban a ninguna parte. Porque cuando apareció la última gran cuesta era el instante de reaccionar, de actuar con un papel de artista principal.

Con los mejores

Valverde, si en la última subida estaba con los mejores (con Bardet y con Woods), no tenía ni siquiera la necesidad de atacarlos, porque llegando con ellos los batiría en el duelo del esprint. Era el mayor de todos, pero seguía, sigue siendo ese Imbatido enorme, que puede fallar en algún momento determinado, pero el que nunca defrauda.

Curiosamente, en el Mundial en el que no llevaba como gregario a ningún corredor de su equipo, del Movistar, Valverde encontró un ejército de corredores que le supo resolver cualquier contratiempo ante los movimientos sobre todo de Italia, de Holanda, de Francia y hasta de Dinamarca. Primero fue Castroviejo, después Herrada y Fraile, y a continuación Izagirre. Todos ellos sabían que llevaban el caballo ganador en Innsbruck y, por eso, valió la pena el esfuerzo y hasta colocarse ante el podio, junto a la esposa y los hijos de Valverde, para ver desde el mismo escenario la coronación del corredor murciano.

"Eran muchos años luchando y si he ganado ha sido porque he tenido a mi lado a una selección que se ha ganado el 10. He sabido estar en el momento decisivo y hasta he podido lanzar un esprint largo. Pero era mi distancia. Es un éxito no solo para mí si no para toda la gente que me quiere. Y un sueño porque llevaba seis medallas en los mundiales pero ninguna era de oro". Así, con la emoción, con los ojos enrojecidos, resumió Valverde la victoria, la que esta vez no se le podía escapar en un trazado que el pueblo tirolés, con el permiso de la Unión Ciclista Internacional (UCI), diseñó para él. Ni en Murcia, de haber encontrado montaña y un recorrido parecido, lo habrían sabido hacer mejor. Un día muy grande de ciclismo.