Casi siempre pasa lo mismo. Da igual la cama o la ciudad, que sea hotel, pensión o tu casa. Sueñas que quedan seis minutos para la carrera y sigues en pijama. Angustia. Sueñas que consigues llegar a la salida pero que de repente estás solo, que te has equivocado de recorrido. Impotencia. Sueñas que intentas dar zancadas pero no avanzas. Rabia. Al final no sabes lo que has dormido, si has descansado, si es suficiente. Al final, llegas con media hora de antelación, con una bolsa de basura en los hombros porque hace frío y sientes alivio de poder estar ahí, a tiempo.

No quieres alarmarte porque no te hayas podido terminar el desayuno. Los cereales siguen intactos y el plátano, partido minuciosamente trozo a trozo, te ha costado terminarlo. Intentas no despertar a tu novia. Te llevas a la gata al salón y lees mientras acabas con la pieza de fruta, que lleva casi 20 minutos en el plato. No te enteras del libro, así que vuelves a dejar el marcapáginas en el mismo lugar. La estufa está encendida, la manta, tú aún en pijama. Ves por el balcón que está nublado. Casi nadie te va a entender. Ya sabes la ropa que te pondrás.

Un beso de despedida. Luego volverás a buscarlo.

Ves muchas caras. Casi nadie dice estar bien. Miedo. Por una vez, tu compañero de fatigas llega puntual, pero un poco loco. Sin dorsal y con camiseta de manga larga. En la misma salida le regalan uno. "¡Ya te lo cobraré!". Duda si se lo han dicho en serio o no. Lo de la camiseta no tiene solución porque no va a correr desnudo, aunque le gustaría. "No salgas muy rápido, y si lo haces avísame". Córdoba por fin tiene media.

Pronto nos perdemos. Sabemos el circuito de memoria, pero solo vemos piernas. Los primeros kilómetros son difíciles. Esquivas. Te ves bien de fuerzas, pero pronto notas que algo falla. El imbécil del estómago. ¿Por qué? No te entra ni agua. Te la vacías por encima, por los muslos, los gemelos, algo en los hombros pero no demasiada, que hace frío. Te encharcas las zapatillas. Buscas a tu compañero y no encuentras. Te intentas agarrar a alguien, pero tampoco. Piensas que se te va a hacer larga y quieres llegar pronto a la mitad.

Cruz Conde es el alma de la carrera. Encuentras entre el público el beso que necesitabas, y dos más. Ahora sí corres por Córdoba. Pero te queda lo más duro. No más besos hasta la meta. Ya solo tú. Te adelantan, no coges ritmo. Importante: no venirse abajo. Tu cabeza es una calculadora. No sabes si tomarte el gel; no sabes si tu estómago dice que le falta comida o que le sobra. Te quedas quieto, no sea que la líes más.

Kilómetro 19. Escuchas una voz. ¡Al fin! Es él. "¡Estira las piernas!". Te agarras y por primera vez vas cómodo. Cruzas el río. Cruzamos el río. Somos unos privilegiados, pero no lo pensamos. Acelerón. Este puente es una maravilla, este final. Este arco por el que tantas noches pasamos entrenando. Ves el tiempo y sonríes. Sonríes aún más cuando solo tienes que esperar unos segundos para darle la mano a tu compañero. Una foto. Ni siquiera cogemos el bocadillo. Tenemos demasiado frío. Tras la valla, me esperan con una sudadera en la mano. El último beso.