La larga avenida del puerto por la que se accede al circuito urbano de Valencia es una sucesión de persianas con establecimientos cerrados y un cartel de "se vende" en muchos de ellos. En ocasiones, ni eso. Es el retrato de la crisis a las puertas del trazado de F-1, ese que se levanta y se desmonta cada año, una especie de falla en la que se queman casi 10 millones de euros que añadir a los 25 que cuestan los derechos para organizarlo cada año. "Si queremos seguir en la F-1 debemos dejar atrás este modelo fallero de construir cada año para quemarlo todo en un día e irnos a Cheste", dicen en voz baja una persona sensata, que las hay, de la organización. Nadie habla del final de la F-1, pero nada queda del discurso de nuevo rico que tiñó esa carrera desde su inicio.

Hace solo un año, Francisco Camps, en compañía de la alcaldesa Rita Barberá, anunciaba "negociaciones para prorrogar el contrato hasta 2022. Los problemas de continuidad los tienen otros", dijo, en alusión a Barcelona. Claro que, un día antes de dimitir en febrero y tras reírse de la idea de alternar las carreras, el propio Camps firmaba esa renovación condicionada a la desaparición del GP de Montmeló.

Meses más tarde, y después de que la Generalitat Valenciana se hiciera cargo definitivamente de todos los pufos (nadie ofrece una cifra oficial, pero se calcula en 30 millones), el gobierno valenciano ha puesto al frente del GP y de Cheste a Gonzalo Gobert. Con las fechas tan próximas, ambos grandes premios se fagocitan. Hay que ir a la alternancia", dice Gobert.

Mientras todos piensan en llevarse la prueba a Cheste, el contrato firmado por Valencia aún contempla dos años más "con una herencia brutal", según define el propio Gobert. La alternancia es la "clave", insiste. Es el clavo ardiendo al que se aferra Valencia, la comunidad que se atrevió a organizar dos GP en el mismo país, al año siguiente (2008) de que Alemania, esa nación que tiene dos campeones del mundo en la parrilla, optó por la alternancia entre Nurburgring y la prueba de Hockenheim.