Primero la zarandeó y los pies de la chica volaron. Luego la besó. La besó con tanta pasión que sus labios no se separaron pese a tener a cientos de gargantas gritando a su alrededor. Mientras duraba el beso, Koki se adentró en el campo y saltó con los brazos abiertos buscando la alegría blanquiverde tras el gol de Borja. Nadie dejaba de aplaudir, nadie se sentaba. Incluso llegaban esbozos de sonrisa desde fuera, frente a los televisores.

Aún quedaban quince minutos de partido y la pareja decidió marcharse. "No entiendo cómo se van faltando tanto", se extrañaba un seguidor que se tuvo que apartar para dejarles paso. Era extraño porque para entonces del estadio ya brotaba calor. Solo dos metros cuadrados seguían congelados; los del área blanquiverde, que fue más blanca y verde que nunca, con un bloque de hielo del que nadie se libraba. Se resbaló Manucho, un tanque que perfectamente pudo romperlo; se resbaló Guerra, Prieto... Arias, con el balón en las manos, se deslizó suavemente, emulando a un patinador, por si a alguien le quedaban dudas del motivo de las caídas.

La pareja se iba cuando otro aficionado cayó en la cuenta. "Si queréis ver al Barça es a las ocho". Nadie se movió. Alberto García sí. Salió del banquillo con una manta que le llegaba hasta los tobillos y se dejó el alma dando consejos a Arias, que solo llevaba unos minutos en el campo. Antes, cuando estaba en la línea de banda preparado para salir, le mimó dándole ligeros golpes en los hombros, a modo de masaje.

Unos niños dieron la espalda al césped y comenzaron a saltar y a hacer aspavientos delante de una cámara. "¡Vamos al fútbol, niños!", les increpó un mayor. Un fútbol que al principio se hizo de rogar. "La tenía que haber dado de primeras", sugirió un aficionado a una jugada de López Silva. "¡De primeras la toca Messi!", zanjó otro.

Eran los primeros minutos del encuentro y todo parecía desangelado. "¡Ay, qué poquito sol en El Arcángel!". En el minuto quince la decena de vallisoletanos en las gradas comenzaron a cantar. "¡Pucela!". Cuatro antes, en el once, los locales se acordaron de Charles. "¡Quédate!". En los prolegómenos desplegaron una gran pancarta con su cara. En el 90 pocos se acordaban de él. Ya nadie tiritaba. Aunque Jémez nunca lo hizo. Su chaquetón seguía en la barandilla. Solo lo cogió con el final, pero no para ponérselo. Lo sostuvo en su brazo y se marchó rápidamente. Sus jugadores seguían en el campo, ardiendo con la afición, mientras alguien, en casa, se frotaba las manos. Quizá algún día se canse del brasero.