Si les digo que en Puerto Príncipe era frecuente ver camisetas del Barça, pensarán que vaya novedad. No, ciertamente, esto no es nuevo, pero fue extraño hasta el surrealismo. De golpe y porrazo alguien saltaba por encima de un cadáver para no tropezar con él y llevaba la camiseta del centenario. Un joven miraba atónito el palacio presidencial destruido con la camiseta del año de París. Otro se tapaba la boca con la azul de la segunda equipación mientras pasaba ante una montaña de cascotes. Otro hacía cola con un bidón de plástico delante de una gasolinera con la amarilla. Y así todo el día, en cualquier sitio. Posiblemente era la camiseta que llevaban puesta a las 16 horas 53 minutos y 9 segundos del fatídico 12 de enero, cuando la ciudad saltó por los aires. No se la cambiaron durante días, y no por amor a los colores, precisamente, sino porque su chabola quedó pulverizada y no tenían nada más que ponerse.

Desde que la globalización televisiva ha creado la demanda y las maquiladoras de medio mundo han satisfecho la oferta, las camisetas de los clubs como el Barça son como el inglés: el idioma que habla todo el mundo aunque sea mal.

En condiciones normales, las camisetas son polisémicas: segunda identidad, deseo de emulación, pertenencia al grupo ganador, identificación con el ídolo y, en el tercer mundo, la forma más rápida de hacerse la ilusión de pertenecer al primero. Pero en Haití esta semiótica quedó suspendida temporalmente. Los gritos en los hospitales, los empujones en las colas de la ayuda humanitaria, la angustia esperando a que un equipo de rescate obrase el milagro y el polvo que colaba por todas partes, lo cubría todo de gris a pesar de que el sol salía cada mañana. En Haití desaparecieron los colores. Y si aparecían, no importaba.

Algunas imágenes adquirían una dimensión enternecedora. En Haití adoran a Messi. En las furgonetas que son utilizadas como buses, con esas dos banquetas corridas y gente colgada de los agarraderos, las frases de amor a Dios van pintadas en las carrocerías junto con la cara de Messi, trazada con poca maña pero mucha fe. En el mundo de las banderolas publicitarias, en Haití alguien se gana la vida pintando en un bus destartalado la cara de una estrella. Mientras el primer mundo vive la era del usar y tirar, en el tercer mundo, que recicla a la fuerza, la cara de Messi no desaparecerá fácilmente. Aún se ve la de Ronaldinho.

En medio de aquella devastación solo un elemento de la camiseta azulgrana convivía con naturalidad con la tragedia allí presente. Era lo que une al Barça con los más pobres, el único mensaje de esperanza en medio de tanta derrota colectiva y que si aquí puede parecer buenísimo, en Haití adquiría todo el sentido: Unicef.