Eran tropel. Sobrevolaban el asfalto, oteando restos de comida, de bocadillos, alejadas del alborotado mar de Tasmania. No eran dos, ni tres. Eran una bandada. Y, en cuanto Jorge Lorenzo enfilaba la segunda curva del trazado, un giro veloz, allí estaban ellas, paraditas, caminando sobre la pista, chulas, altivas, con sus inmensos picos preparados para soltar picotazos a todo el que osara sacarlas de allí.

Y es que la carrera de ayer de Lorenzo fue tan portentosa, tan impresionante (sacó casi un segundo por vuelta al resto de rivales: casi 20 segundos en 25 giros), que o se la complicaban las gaviotas o no se la complicaba nadie. "Jamás en mi vida, ni siendo niño, cuando las diferencias entre nosotros eran muy grandes, había ganado con tanta diferencia", explicó. "He de reconocer que hacía mucho tiempo, muchísimo, que no me lo pasaba tan bien".

Lorenzo estaba feliz como un niño. Había igualado el récord de nueve victorias en dos y medio en un mismo año de Valentino Rossi y Biaggi. Eso sí, se negó a lanzar las campanas al vuelo, aunque para repetir título de dos y medio solo tenga que acabar, el próximo domingo, entre los 11 primeros en Sepang. "Sé que muchos campeones han roto la moto ese día. Lo sé y quiero ser prudente".

A mitad de carrera, cuando había adquirido ya un montón de segundos sobre sus perseguidores, Juanito Llansá, su mecánico de confianza, y Alex Debón, su profesor, se asomaron al muro y le pidieron calma. "Les he visto, sí, y me lo he pasado en grande. Deberían haber visto mi cara entonces, me tronchaba de risa". Y soltó la más grande de las carcajadas.

Cuentan que este fan de Red Hot Chili Peppers tarareó en la última vuelta, la mejor, la más sabrosa, realizada, por supuesto, al mismo ritmo que las 24 anteriores, una de sus piezas preferidas del grupo californiano: Under the bridge . Debajo del puente, ahí es donde tiene él a sus rivales. "Cuando me he despertado y he visto el sol, me he dicho: chaval, va a ser tu día". Y lo fue. Le sobró medio minuto. O casi. Impresionante vuelo.